Etnoleon. Elías era el nombre de un niño que con siete años trabajaba por las tardes de limpiabotas; por la mañana su abuela lo mandaba a la escuela. La caja de betunes, cepillos y trapos para el lustre era más grande que él. De esa manera ayudaba con las cuatro perronas al sustento de la casa. Así podríamos nombrar a miles de niños que en aquella época de posguerra y hambruna, trabajaban duro, muy duro para sobrevivir. Entre esos oficios manuales, el de limpiabotas tenía sus pros y contras. Los pros eran la poca inversión en la caja y demás útiles (cepillos, betún, trapos y anilina), los contras era el trabajar en la calle, la mirada de los demás por encima del hombro…y la tristeza de la necesidad. Los adultos trabajaban de otra manera; tenían más paciencia para aguantar las bromas y comentarios. Para ser un limpiabotas de éxito se necesita educación, limpieza y gusto por el trabajo bien hecho. Manuel sólo quedaba satisfecho cuando los zapatos relucían. Manuel se autodenominaba como “el rey del brillo”. Por tres pesetas dedicaba unos cuantos minutos a limpiar, proteger y dar brillo al calzado de los demás. El resultado final no es lo único que destacaba; llamaba la atención por la pulcritud de su ropa y las buenas maneras. Los ojos eran tímidos y valientes pero, sobre todo, dignos. Antes era fresador hasta que un accidente de coche le dejó secuelas en una pierna. «Parar es morir. Había que seguir con un trabajo más leve». Aunque no había limpiado nunca un zapato, Manuel, exigente y perfeccionista, supo que podía aprender a ser el mejor. «El limpiabotas habla con todo el mundo: desde mendigos a millonarios. Conocí de todo y eso es muy bonito». Tal vez por eso hay hasta ilustres que bajan del coche sólo para que Manuel dedicase unos minutos a repasarles los zapatos. Y así, pasaba un tiempo poco recordado de duro trabajo y pocas sonrisas.
La anécdota del limpiabotas y la Bolsa tiene varias versiones. Unas la atribuyen a Joe Kennedy, el millonario padre del presidente asesinado, y otras, a J. D. Rockefeller. Ambas se sitúan justo antes del Crack de 1929. En algunos casos el limpiabotas da consejos bursátiles y en otros, los pide, pero el final es el mismo: el millonario decide que “cuando los limpiabotas invierten en la Bolsa es el momento de sacar de ella todo el dinero”. Albert Lexie ha protagonizado una de esas historias que llegan al corazón. Este limpiabotas de Pittsburgh (Pensilvania, EEUU) ha guardado durante 32 años las propinas que ha recibido de los clientes para donárselas a los niños del Hospital Infantil de su ciudad. En total, 200.000 dólares destinados a los niños más necesitados. Lexie cobra por servicio cinco dólares, pero algunos clientes son bastante generosos con la propina. «La mayoría me dan seis dólares; otros siete», explica a Channel Action News. Desde 1981, cuando comenzó a trabajar en el hospital como limpiabotas, cada céntimo de esa propina lo guarda para los niños. Centavo a centavo, Lexie ha donado cientos de dólares a la semana a este hospital. «Lo hace porque adora a los niños», asegura el doctor Joseph Carcillo. «Ha donado un tercio del salario de toda su vida para una fundación infantil del Hospital», añade. El dinero está destinado a pagar el tratamiento de niños cuyos padres no pueden pagar su coste. «Es un filántropo, un emprendedor, eso es lo que es». Gente como esta es la que hace falta en el mundo. Esa humanidad del hombre sencillo y humilde, ese saber dar lecciones magníficas de solidaridad ganando muy poco y siendo muy solidario con sus iguales, y además un simple y llano limpiabotas, casi nada.