Ángeles García. Madrid.
El artista madrileño protagoniza una retrospectiva en Tabacalera con 50 obras escogidas entre las series en las que ha trabajado durante la última década.
Allá por la década de los ochenta José Manuel Ballester (Madrid, 1960) se dio a conocer entre los aficionados al arte por unas pinturas llenas de referencias de los maestros italianos y flamencos. Después, a comienzos de los noventa, cambió los pinceles por la fotografía. Con la arquitectura y los escenarios como tema central de sus composiciones, el argumento de su obra ha girado siempre en torno a la luz, al tiempo y al espacio. Artista obsesivo, las series han sido la mejor forma para hablar de esos temas que de manera sobrecogedora ha desarrollado en sus series dedicadas a la restauración del Rijskmuseum de Ámsterdam o el Arqueológico de Madrid, los edificios industriales (la central solar de Acciona, la fábrica de piezas para aviones en Ajalvier) las metrópolis (París visto desde el teatro Garnier, la Brasilia de Niemeyer, el Soho de Pekin) o las obras maestras despojadas de personajes (La Anunciación de Fra Angelico, La última cena de Leonardo).
Bajo el título de Bosques de luz, el espacio Tabacalera le dedica la exposición retrospectiva que conlleva el premio Nacional de Fotografía logrado en 2010. Medio centenar de fotografías de gran formato, firmadas durante los últimos ocho años conforman una muestra en la que el artista siente que “la pintura está más presente que nunca”.
Las comisarias, María y Lorena Corral, han organizado un recorrido en el que muestran como a lo largo de toda su trayectoria, José Manuel Ballester “nos habla de algo que va más allá de las estructuras representadas en sus fotografías; habla de modernidad, de memoria, del pasado, del presente y del futuro. Su trabajo es metafórico, poético y visionario; sus imágenes son enigmáticas y bellas, abiertas e impenetrables”.
Bajo los altos techos y gruesos muros del acceso principal a la vieja Fábrica de tabaco, se encuentra la obra más impactante de la exposición: La última cena, una fotografía sobre lienzo de 474 x 858 cm, el mismo tamaño de la pintura mural de Leonardo, en la que Jesús anuncia a sus apóstoles que uno de ellos va a traicionarle. En la recreación de Ballester, han sido suprimidos los protagonistas del drama. No hay personajes. Solo escenario. El mismo mantel blanco, los mismos alimentos y utensilios sobre la alargada mesa, pero ningún resto humano.La fotografía digital pegada sobre el lienzo da la impresión de ser una pintura recién terminada, pero aquí, como en toda la serie, lo que el espectador encuentra es un escenario desnudo, un decorado listo para que los personajes se adueñen de el.
“Son versiones arquitectónicas en las que queda un espacio listo para ser ocupado”, explica Ballester. “Recojo un momento en el que aún no pasa nada. En el caso de las pinturas clásicas, lo que hago es un trabajo preparatorio como el que hacían las escuelas para los grandes maestros. Es sabido que muchos de ellos pedían a a sus ayudantes que les pintaran el paisaje. Después, ellos creaban la historia. Yo recreo ese momento en el que no pasa nada, pero que todo puede ocurrir. La luz y la ausencia de narración ralentizan el tiempo hasta dejarlo casi paralizado. Ese es el momento que me interesa”.
La unión de fotografía y lienzo es una reinterpretación de este pintor convertido en fotógrafo. “Puede que nunca haya pintado tanto como ahora”, responde. “La pintura, como actitud plástica está presente en todas estas fotografías. La tecnología me ha permitido el reencuentro entre ambos soportes hasta conseguir que la pintura resucite en la fotografía”.
Esa misma obsesión de aunar técnicas y soportes está presente en sus temas. “Me interesa integrar, buscar conexiones entre puntos aparentemente opuestos. Soy de los que creen que a Oriente y Occidente les unen muchas más cosas de lasque los separan. Creo también que el blanco y el negro no son opuestos, sino que son colores en constante proceso de transformación. Hay que buscar los matices que faciliten la aproximación y la comprensión. El vacío y la nada están llenos de sugerencias y posibilidades. Según crees, así ves. Por eso es el espectador el que da sentido a lo que tiene delante. El vacío puede producir vértigo o necesidad de comunicación. Yo quiero que ante la obra neutra, el espectador sienta esa necesidad de crear una historia propia”.
Esos mismos sentimientos son vitales para Ballester. “Mi trabajo es mi vida. Me lo tomo muy en serio porque lo que yo vivo y siento no es ajeno a mi obra. Es un todo indivisible. Si yo perdiera el trabajo, perdería mi vida”, confiesa.
Por eso la defensa de la cultura es vital para él y quiere hacer un llamamiento en su defensa. “En esta crisis de sistema, no entiendo como se puede intentar acabar con la cultura. Es útil, necesaria para la vida y así debe de seguir siendo, sea cual sea el modelo que surja después de las cenizas A lo largo de la historia no ha desaparecido nunca. Me resisto a que sean los mercados los que redefinan el modelo de cultura que necesitamos. Todos nosotros tenemos que participar activamente en la creación del nuevo concepto de cultura”.
Habituado a moverse en mundos virtuales gracias a las muchas aplicaciones que utiliza en la fotografía, advierte de que Internet puede ser el gran milagro que nos salve a todos o la bomba atómica. «Vivimos un momento de miedo, pánico y vértigo porque las relaciones entre lo público y lo privado, tal como las conocemos, ya no sirven. Las redes sociales pueden servir para reconstruir puentes de comunicación y buscar soluciones entre todos. Si sirven para dialogar, hay que utilizarlas al máximo”. Él se reconoce un usuario hiperactivo de las posibilidades que da Internet. Su exposición permite descargar en el móvil el código QR para saber más del artista mientras se contemplan su fotografía. Música de Bach y de cítaras chinas, además de un poema de Lao Tse titulado Tao Te King, pueden ser escuchados a través de un simple código de barras.