El País / Ni la reciente Cumbre sobre Cambio Climático celebrada en la capital francesa es la solución a todo ni tampoco ha servido para nada.
En una batalla cada vez más global intervienen personajes internacionales como los que forman este proyecto fotográfico.
«Tampoco los dinosaurios creían en el cambio climático”, decía el cartel de un activista en la recién celebrada conferencia de París. Dio en el clavo, porque si hay una víctima clara e indiscutible de esa reunión mundial, esa son justo los climaescépticos. Ya nadie los escucha y, después de que 188 países hayan tasado la realidad del calentamiento global y lo feas que parecen sus perspectivas, los pocos que quedan –como los republicanos de Estados Unidos– han dejado de hacer ruido y se han sumido en un clamoroso silencio. Ni los estadistas ni sus primos parecen tener ya nada que decir.
Por lo demás, las opiniones que cabe leer o escuchar sobre la Cumbre de París sobre Cambio Climático son casi inabarcables, pero se pueden organizar en un abanico con solo dos listones en los extremos: que París es la solución a todo y que no ha servido para nada. Como siempre, ambos extremos se equivocan. No es que la interpretación correcta esté en el medio: es que está por encima de todo eso.
El consenso científico es que resulta esencial no superar en 2050 la frontera de los dos grados –es decir, dos grados más que en la era preindustrial– y que ello requiere haber eliminado gradualmente los combustibles fósiles para entonces. El acuerdo de París no garantiza ese objetivo ni de lejos, pero desde luego lo hace posible. Harán falta nuevas restricciones, acuerdos más audaces y herramientas científicas más refinadas, pero nada de eso ocurriría sin el pacto imperfecto e incompleto que ha salido de la ciudad de la luz. Los ambientalistas harían bien en dar a los líderes mundiales la bienvenida a la fuerza aplastante de la razón. Que progresen más allá dependerá sobre todo de la presión que los ciudadanos ejerzan sobre sus Gobiernos. La lucha será larga, y los líderes ecologistas más necesarios que nunca. Pero la imperfección de un acuerdo no puede ser un argumento para desaprovechar sus virtudes y sus oportunidades.
Es verdad que en Copenhague, en 2009, se habían suscitado las mismas esperanzas, y que al final quedaron en un embarazoso fiasco. El acuerdo que salió de allí reconocía la necesidad de explorar medidas para mitigar los efectos del calentamiento, pero sin mirar mucho hacia cuáles eran sus causas. En París, más de 150 países han presentado, a instancias de la organización, unos planes minuciosos para recortar sus propias emisiones. Es importante que acepten unas medidas de supervisión internacional. Junto a un refuerzo persistente de los objetivos, esa puede ser la clave para seguir adelante.
La historia de la razón científica aplicada a la política ambiental tiene un precedente soberbio en la reducción drástica, por la industria, de los gases (CFC, clorofluorocarbonos) que dañan la capa de ozono. También es importante recordar que, en aquel caso, había alternativas baratas y eficaces para esos productos.
Al final, la eliminación de los combustibles fósiles dependerá también de que haya alternativas viables. Y esto vuelve a poner el acento en la importancia crítica de investigar en energías eficaces, accesibles e inocuas para el medio. La solución vendrá algún día de ese mismo Sol que este invierno se ha resistido tanto a desaparecer tras las cumbres nevadas. Entre tanto, siempre nos quedará París.