Elsa Fernández Santos / Madrid
Lola Garrido compró su primera fotografía en 1986, la cabeza de un hombre que se refleja en el agua, o eso parece, en una brumosa y equívoca imagen firmada por André Kertész. La elección quizá fue azarosa pero no deja de ser sintomática: la primera fotografía de esta pionera del coleccionismo en España, comisaria, asesora, crítica, experta y, en definitiva, apasionada amante de la imagen, era la de un fotógrafo que, como ella, también amaba la palabra. Paradoja sin la cual sería difícil entender por qué su colección, de la que ahora se expone una parte en la Obra Social Caja de Burgos bajo el título Historia portátil de la fotografía, no es una suma de grandes éxitos de la fotografía, sino un singular relato autobiográfico, una suerte de juego de muñecas rusas, de memorias dentro de otras infinitas memorias.
Aunque en Burgos se exponen 100 fotografías de 63 artistas clave, para Lola Garrido la exposición perfecta tendría una sola foto. “Esa sería mi ilusión, una exposición de una sola imagen y mil palabras. Siempre me ha irritado eso de que una imagen vale mil palabras. Nada más falso. Hay palabras que valen por mil imágenes, como amor, madre o crisis. Lo cierto es que ante una misma foto a algunas personas les basta con un me gusta, no me gusta, mientras que un filósofo podría contar el mundo a través de ella”.
El mundo a través de las arrugas perfectas que Irving Penn encontró en el aristócrata perfil de la modelo Carmen Dell’Orefice, o a través de otra rareza de un maestro: La araña del amor, nerviosa instantánea que Cartier-Bresson robó a una pareja de prostitutas que hacían el amor en un prostíbulo mexicano. “Yo perdí una copia en una puja y durante unos días que pasé con él en Madrid se lo conté con disgusto. Al año, en una visita a Magnum, sin haber vuelto a tener ningún contacto entre nosotros, me dijo que tenía algo para mí. Era Laaraña… no me gusta aceptar regalos de fotógrafos, de hecho, tengo pocos, pero aquello fue diferente”.
Lola Garrido defiende el instinto (“yo que soy muy moderna cada vez soy más clásica”) con el que ha construido su espectacular colección. “Siempre he preferido aprender de mis errores y contradicciones que dejarme llevar por los demás”, dice. “Como tengo rasgos duros y hablo de manera rotunda parezco una persona segura, pero soy todo lo contrario, insegura y enormemente inestable, bastante neurótica, y eso se refleja en mi manera de comprar fotografía. Toda colección honesta, y odio la palabra, o es autobiográfica o no es buena. Yo no hice la mía para enseñarla en mi casa, de hecho, casi nadie la conoce, no soy muy sociable, la hice porque no pude evitarlo”.
Efectivamente, a través de esa atracción —digamos— adictiva por la fotografía se intuyen rasgos de un carácter poco común, de gusto modernista y con el horizonte puesto en algunos temas y sueños recurrentes: la moda, la mujer y las vanguardias, vértices de un triángulo que da coherencia al conjunto. En 1994, Garrido compró en una casa de subastas de San Francisco las 85 fotografías de la serie de Garry Winogrand Las mujeres son hermosas. El fotógrafo las realizó entre 1960 y 1975 y a Garrido le fascinaron porque mostraban de manera inteligente a esa nueva mujer que nacía en brazos de la libertad y la contracultura. “¿No es maravillosa la risa de esa chica del helado?”, pregunta ante una imagen de la serie.
En realidad, su gran pasión era el cine, y eso se nota, dice ella, en su manera de mirar. Donostiarra afincada en Madrid, trabajó en el Festival de Cine de San Sebastián en su juventud. “Yo veía y veía cine… Y cuando veía las películas de Billy Wilder me fijaba en los Picasso que salían, que eran suyos porque fue un gran coleccionista. Como ahora me sigo fijando en el Rothko de uno de los despachos de Mad men o en cómo desde hace 10 años en las mejores películas americanas salen fotografías buenísimas colgadas de las paredes en lugar de pinturas”.
Su amistad con Inge Morath, fotógrafa de Magnum enamorada de España que se casó con Arthur Miller después de que el dramaturgo se divorciase de Marilyn Monroe, es uno de los episodios más importantes de su vida y de su trabajo. “Después de mi madre no he llorado tanto la muerte de nadie como la de Inge. Ella y los suyos fueron una familia para mí. En su casa de Connecticut se vivía un ambiente muy relajado, rodeados de perros y papeles, nada que ver con los intelectuales españoles con mayordomo”.
Quizá por ese gusto recto y austero, de las paredes de su casa apenas cuelgan fotografías. Dos en su cuarto (Chema Madoz y Álvarez Bravo) y otra en la cocina, de García Alix. Cree que una buena foto soporta mal la mirada diaria y cita una frase de la siempre desprejuiciada y vividora Peggy Guggenheim: “No escojas nunca lo que te gusta, lo difícil siempre es mejor”. En su mesa, los retratos de Louise Bourgeois y Georgia O’Keeffe. “Me gustaría hacer una colección de fotografía de mujeres arrugadas como ellas. O como las campesinas de Dorothea Lange. Me gustan las mujeres con arrugas, con esas arrugas que valen mucho más dinero que cualquier inyección de bótox”.
Experta en “economía del arte”, Garrido se felicita por haber aplicado en su vida algo que hace años solía pregonar a los cuatro vientos en sus conferencias: comprar fotografía, “y no la obvia y cara”, era el mejor fondo de pensiones para la vejez. “Y, está claro, no me equivoqué”.