El País / Cuando Jacques Henri Lartigue (Courbevoie, París, 1894-Niza, 1986) regaló sus 120 álbumes de fotos al estado francés legó algo más que un minucioso relato visual de su larga y chispeante vida. Bajo las tapas marrones de aquellos tomos estaba una lección de alegría que es, en sí misma, toda una obra de arte. Considerado un fotógrafo fundacional, un involuntario maestro de maestros, Lartigue es también un faro que apunta hacia la sensibilidad y talento que requiere atrapar la felicidad, esa palabra cuyo valor profundo parece hoy perdido y que solo hombres como él han sabido preservar con su obra.
Ciento treinta y cinco de sus famosas fotografías, todas en blanco y negro, estarán durante todo este verano en la Sala San Benito de Valladolid, que además cuenta con el documental Le siècle en positif para completar un recorrido que viaja por la vida y por el siglo de este singular pionero de la fotografía autobiográfica e histórica.
Organizada por diChroma photography en colaboración con la Asociación de Amigos de Jacques Henri Lartigue y el Ministerio de la Cultura de Francia, las imágenes que se exponen (algunas inéditas) proceden de la Donation Jacques Henri Lartigue de Charenton. “Lartigue se inscribe en la historia de lafotografía moderna por su calidad gráfica excepcional, por su expresión del movimiento y por la diversidad de medios de expresión que empleó cuando ‘jugaba a hacer fotografías”, afirma la comisaria, Anne Morin, quien recuerda que para Lartigue, que se consideraba ante todo pintor, la cámara solo era eso, un juguete que en sus manos acabó convertido en una poderosa arma de expresión. Sus fotos son famosas por su ligereza, por su manera de captar la velocidad y el vuelo, por sus saltos, sus risas, por la belleza de sus mujeres, por la época que documenta, pero ante todo lo son porque descubrieron la capacidad revolucionaria de la fotografía moderna.
Las pinturas del fotógrafo apenas son hoy conocidas pero las imágenes que tomó durante su vida son icónicas. Lartigue empezó a disparar cuando tenía 6 años. Fue un niño enfermizo y en esa vulnerabilidad física se encuentra la llave de su talento. Tenía miedo a perder lo que tenía. De ese temor nació su relación con la fotografía. Con una obsesión autobiográfica que no era propia de su tiempo, Lartigue, el eterno diletante, quiso atrapar su mundo porque desde muy pronto tuvo conciencia de que lo perdería. Su familia, sus juegos, las reuniones de amigos, sus esposas y sus amantes, como la modelo rumana Renée Perle… Todo quedó atrapado en las páginas de sus álbumes, donde nadie podría arrebatarle lo que amaba. Una afición llevada al extremo. “Lartigue es uno de los referentes visuales más importantes del siglo XX. Fue testigo privilegiado de una época, todo lo que le importaba realmente suscitó en él un afán de fijarlo, de conservarlo, y sobre todo de no perderlo”, dice Morin. El fotógrafo nos abre las puertas de su mundo de forma tan elegante que en ningún momento el espectador es un intruso.
A principios de los años sesenta Charles Rado, de la Agencia Rapho, le presentó a John Szarkowski, entonces un joven conservador MoMA de Nueva York. Aquello cambió su vida. En 1963 Szarkowski montó una exposición que llamaría la atención de una rutilante estrella de la imagen, Richard Avedon, que se quedó fascinado con el trabajo del francés, entonces un hombre de 69 años. Juntos editarían su primer libro, Diario de un siglo, hoy considerado una pieza angular de la historia de la fotografía.
Lartigue, que en sus secuencias seguía muchas veces las pautas propias del montaje de cine, confesaba que él era el primer sorprendido con su trabajo: “Lo más apasionadamente divertido de la fotografía es que, siendo en apariencia un arte superficial, logra atrapar cosas en las que yo ni siquiera me había fijado”. La cámara como instrumento de la memoria y del subconsciente. Detrás de tanto encanto un mensaje desesperado, como dijo el historiador del arte Clément Chéroux al compararlo con Marcel Proust. “La diferencia es que Proust usaba la fotografía a posteriori, para recrear un recuerdo, mientras que Lartigue lo hacía a priori, como un antídoto al olvido”.