El País / Cuando murió en una residencia para indigentes de Chicago, Vivian Maier no se imaginaba ni de lejos que en los años siguientes se convertiría en un fenómeno viral, capaz de mover masas dispuestas a guardar largas colas para acceder a sus muestras. De ser una completa desconocida, en cinco años Vivian Maier (Nueva York, 1926-Chicago, 2009), fotógrafa amateur y niñera de profesión, pasó a codearse con los grandes. Se la compara con Diane Arbus y Lee Friedlander y pese a las altas cotizaciones, las copias modernas de sus obras se venden a tal ritmo que muchas ya están agotadas.Ahora el fenómeno llega a España, de la mano de la Fundación Foto Colectania de Barcelona, que exhibe 79 fotos y 9 películas reunidas en la muestra Vivian Maier. In her own hands, abierta hasta el 10 de septiembre. “Una gran parte del material no sólo es inédito sino que se ha revelado por primera vez, ni siquiera la propia Maier lo había visto. Era una niñera y pese a que en la casa donde sirvió 17 años había montado un cuarto oscuro en el baño, su posibilidad económica era reducida de modo que sólo hay 5.000 fotografías reveladas de los 120.000 negativos que componen su archivo”, indica Anne Morin, comisaria de la exposición que proseguirá por Italia y Canadá.
“He fotografiado los momentos de vuestras eternidad para que no se perdieran”, escribe Maier a los niños ya crecidos de la familia Ginsburg. Sin embargo, sólo el destino, bajo la semblanza del historiador John Maloof, salvó estos momentos del olvido para entregarlos a la historia del arte. “Era mayor y sin recursos, habría podido destruir su archivo, pero lo guardó en un almacén y cuando ya no pudo pagarlo sus pertenencias se vendieron en una subasta”, explica Pepe Font de Mora, director de Colectania. Así fue como en 2007, Maloof, que buscaba fotos de época para su libro sobre Chicago, compró por 380 dólares la caja de negativos, que hoy se considera una de las colecciones de street photography más importantes del siglo XX. “Maloof no la aprovechó enseguida y a los dos años empezó a colgar alguna foto en Internet y a vender piezas suelta por eBay, hasta que el fotógrafo y cineasta Allan Sekula las vio y le avisó de que estaba a punto de desperdigar un patrimonio”, dice Morin.
Como todos los grandes fotógrafos, Maier tenía una mirada especial, capaz de poner en valor imágenes banales y personajes cotidianos. Los panoramas urbanos de Nueva York y Chicago se alternan con las imágenes de sus niños y de la vida diaria que captura con su Rolleiflex. Al pertenecer al silencioso y anónimo ejercito de sirvientes, su presencia invisible le permite franquear el perímetro de cortesía para captar primerísimos planos de señoras burguesas y célebres actores como Kirk Douglas o Audrey Hepburn. Hay muchos autorretratos de su imagen en espejos y vitrinas, que a menudo son utilizados conscientemente para realizar atrevidos juegos de sombras y reflejos. Se la ve mucho más alta y fuerte de la media con una mirada atenta y penetrante, la sonrisa esquiva y el cuerpo oculto tras estrictos uniformes y abrigos amorfos.
“Era una mujer atrevida y peculiar. Cuando recibió una pequeña herencia, tomó un año sabático y se la gastó toda en un viaje alrededor del mundo. Tuvo una vida muy dura. Sus padres se divorciaron siendo pequeña y nunca tuvo la oportunidad de formar una familia y tener sus propios hijos. La fotografía era su manera de relacionarse con los demás pero nunca intentó dar a conocer su obra y nadie ni sus más allegados conocieron su talento”, apunta Morin, recordando que era muy culta y conocía a los grandes fotógrafos de su época, lo cual no le impidió terminar en la pobreza más absoluta. Hija de una familia de emigrantes, pese a ser autodidacta, Maier desarrolló muy rápidamente su vocabulario. Antes de disparar con la Rolleiflex o la Leica, que usaba para las fotos en color, a menudo utilizaba las cámaras Súper 8 y 16 mm para grabar una escena hasta identificar una determinada imagen. “Sus películas nos enseñan como se desplazaba su mirada”, concluye Morin.