Ana Gaitero. Diario de León / De la La Rúa a la 56ª Avenida. De León a Nueva York. El legado de Foto Antonio, más de un millón de negativos que contienen instantáneas de la vida del León de posguerra y franquista y los retratos de miles de leonesas y leoneses que posaron en su estudio, ha volado a Estados Unidos.
La Universidad de Nueva York, y en concreto, la Art Gallery del Queensborough Community College guarda en su archivo el «tesoro» artístico e histórico de Antonio Díez Carracedo, «Foto Antonio», quien durante más de 40 años tuvo abierto estudio en la calle La Rúa y trabajó como reportero gráfico para el Diario de León y Proa y las agencias Efe, Cifra Gráfica y Alfil.
El fotógrafo ofreció su colección a la Diputación de León y recibió la callada por respuesta. «‘Somos vecinos, ya te llamaré’, me dijo el entonces diputado de Cultura, Marcos Martínez», comenta el fotógrafo. En Nueva York, en cambio, «estamos muy orgullosos de conservar y promulgar esta documentación histórica», afirma el benefactor de la colección Faustino Quintanilla, director ejecutivo de la QCC Art Gallery.
Ex agustino, pintor, licenciado en Arte y Teología y sacerdote de la iglesia ortodoxa, vive en Estados Unidos de América desde 1971. Es leonés y fue monaguillo de San Isidoro cuando era niño. Las vidas de Antonio Díez y Faustino Quintanilla se cruzaron en la calle La Rúa, pero no físicamente sino en el escaparate de Foto Antonio.
«Veía las fotos de León y entraba a comprarle las que me gustaban cuando venía a León», cuenta en un español que desvela fuerte acento americano que ha adquirido después de tantos años residiendo en América. Poco a poco, foto a foto, se fraguó una amistad.
Ahora afirma sentirse «inmensamente privilegiado como leonés de poder archivar en nuestra institución de la Galería de Arte del Colegio de la Comunidad de Queens, la Ciudad Universitaria de Nueva York, la obra artística y archivos de Foto Antonio con la finalidad de su conservación, estudio, exposición y publicación», según comunicó por escrito al fotógrafo cuando aceptó la propuesta.
Antonio Díez Carracedo vino a León desde el otro lado del Atlántico. Nació hace 82 años en Tres Arroyos (Argentina). Tanto su padre como su madre eran leoneses y al finalizar la Guerra Civil decidieron regresar a la tierra con la familia. Se asentaron en la calle La Rúa, arteria principal del Camino de Santiago en la capital, que poco a poco se convirtió en floreciente calle comercial.
Pese a lo mucho que ha corrido con su cámara, e incluso con el material de revelado y la ampliadora, casi toda su vida ha transcurrido en la céntrica calle de la Rúa de los Francos. Todavía cuelga de la fachada del número 9 el letrero de Foto Antonio. Los escaparates, antaño pletóricos de retratos y postales, ya no muestran más imágenes que el reflejo de los curiosos que se asoman a sus lunas y el paso del tiempo.
El muchacho Antonio empezó a trabajar como ayudante en Foto Garay en los años 40. En la calle La Rúa. «Necesitaban un chico y ahí estuve yo», explica mientras lamenta la desmemoria de la ciudad con otro de sus fotófrafos de referencia: «Garay, otro olvidado», afirma.
Fue testigo de una época en que la fotografía dependía de la luz del día. Recuerda los carteles de «hoy no se retrata por falta de luz». Los fotógrafos los colgaban en las puertas de sus estudios los días nublados. La luz «es el único secreto de la fotografía, lo descubrió Da Vinci», afirma.
Para fijar las imágenes, el magnesio y el polvo de aluminio fueron sus primeros ayudantes químicos. La voluntad y su espíritu decidido, sus aliados toda la vida. «Había que atar a la gente para hacer un DNI», comenta. Conserva su vieja cámara de placas, un artilugio con ruedas que aún funciona y que capta la imagen invertida por reflexión, como la retina del ojo. La cámara de estudio Anaca vino desde Alemania y hoy merecería estar en un museo.
La mezcla ‘explosiva’ para captar la luz también le dio algún susto. «Una vez en Semana Santa, desde el café Victoria, me pusé a hacer una foto a una procesión nocturna eché mucho magnesio para captar más luz y se produjo una deflagración con gran ruido», cuenta.
La fotografía se convirtió en el sustento para este hombre sencillo cuya carrera se condensa en un gran archivo olvidado por las instituciones leonesas. «Se lo ofrecí a Caja España y me lo pidieron de la Filmoteca de Castilla y León, pero todo lo quieren gratis y encima les tenía que pedir yo permiso para usar las fotos», cuenta. La fotografía fue su «manera de vivir, de malvivir», matiza. culando…».
Cuando le llegó la hora de cumplir con la patria, por su condición de argentino podía elegir entre España y su país de nacimiento. Se decidió por la aventura argentina. Allí lo hicieron fotógrafo del regimiento motorizado Patricios. Corría el año 1957 y otra dictadura. Antonio aprovechó su estancia en Buenos Aires para abrir su primer estudio propio. Pronto regresó. Se casó y se estableció de nuevo en La Rúa. En el número 49.
«Éramos el número uno. Nadie llegaba antes que nosotros. Mi mujer en el laboratorio y yo retratando», comenta. Empezó a trabajar para el Proa, el periódico provincial del Movimiento. «Me marché cuando el director me dijo: ‘Me arreglo con recortes’. Yo le contesté: ‘Pues yo me arreglo sin usted’».
En aquella década se centró mucho en el reportaje periodístico y ponía todos sus afanes en buscar temas de interés nacional para vender sus fotos a la Agencia Efe y sus filiales Alfil y Cifra Gráfica. «Dijo un alemán que la cama no era para dormir, sino para pensar. León era muy pequeño y por la noche pensaba qué mandar al día siguiente. Un periodista se me ofreció a poner los pies de foto y le dije que para eso ya me servía yo», comenta.
La foto de la casa del Chupa Chus, en Ordoño II, fue una de las que le compraron para la prensa nacional «porque estuvo apuntalada mucho tiempo». Otra vez retrató a un gitano que toreaba sin toro, conocido como el Cordobés: «En el pie de foto puse: Dícese ser el Cordobés auténtico porque empezó antes que el otro».
Trabajar para la prensa no era ninguna bicoca. «Ni el periódico ni la agencia me interesaban por lo que pagaban, solamente para poder entrar en los actos», reconoce. En aquel tiempo, era costumbre que los fotógrafos revelaran y positivaran las instantáneas lo más rápido posible no sólo para llegar a tiempo a la rotativa, sino para ofrecérselas a las autoridades y personajes que acudían a los eventos.
El marqués de Villavicencio, jefe de la casa de Franco, le bautizó como el «fotógrafo del clero». «Fui el único al que dejaron entrar a hacer la foto de la entrevista de Franco con el cardenal Landázuri en San Isidoro durante el congreso eucarístico», explica.
Le encargaron realizar el álbum diario de los actos para el Obispado y para Landázuri, «arzobispo de Lima, primado del Perú y legado pontificio del Congreso Eucarístico en León». Todo el séquito, incluido el cardenal, «compraron fotos en mi casa». Se cumplen 50 años de aquel verano de 1964 en el que sotanas y mitras sembraron León de una mayor ración de rezos de la ya habitual en aquel tiempo y en aquella ciudad. Franco y el cardenal se pasearon en sus coches oficiales, en pie, saludando y bendiciendo a los leoneses.
El Año Santo Isidoriano, de 1960, también guarda imágenes imborrables para este fotógrafo. Recuerda al Obispo Almarcha rompiendo la pared de ladrillos de la Puerta del Perdón de la Basílica con una maza, como manda la tradición. No sabe es si terminó la obra o lo hicieron otros por él. Antonio no esperó. Marchó rápido a revelar, como siempre.
Un hombre práctico por encima de todo, asegura que «no era del régimen, pero quería trabajar» y sabía desenvolverse entre las jerarquías de aquella dictadura. Y defender su trabajo. «Sí, presumía de ser el fotógrafo más caro de León pero por derecho y por trabajo… Cuando empezó el color ya cobraba yo 500 pesetas por un 18-24», recuerda.
Antonio no permitía que le ningunearan. «Yo le di importancia a la fotografía. Cuando inauguraron Cementos La Robla estaba tirando fotos y una autoridad va y me dice: ‘Ustedes siempre estorbando’. Yo pensé: El que estorba es usted porque no va a salir más en la foto. Se debió dar cuenta porque luego me saludó muy amable», relata.
En aquellos tiempos el poder político lo controlaba todo, empezando por los carnés de prensa, pero desconocían cómo controlar ciertas cosas del oficio de periodista y fotógrafo. «No tiré nunca con teleobjetivo a ninguna autoridad, estuve hablando con uno de los soldados de la guardia mora en San Marcos. A la puerta de dónde dormía Franco. A ver si hoy se puede hacer eso aunque sea un concejal», recalca. A Franco, asegura, le retrató a 50 centímetros. «Lo único que te pedían es que le retrataras por un lado del perfil, no por el otro…», admite.
A propósito de la accesibilidad de los medios informativos a los espacios y eventos públicos le gusta mostrar el texto del carné de fotógrafo: «Se suplica a las autoridades el máximo apoyo al titular de este carné». «Como ahora, ¿verdad?», dice sin rodeos.
Fue testigo de eventos como el incendio de la Catedral de León, en 1966, recuerda que venía en coche por la carretera de Asturias «y dice mi hija: Mira papá, está ardiendo… cogí el equipo y pallá, las mandamos a la agencia esa misma noche».
También recuerda el incendio del cuartel del Cid, con suelos de madera que ardieron como la yesca. «Había balas en los huecos de la muralla y se oyeron varias detonaciones», rememora. Le gusta decir que en León no tenemos mar, pero tenemos almirante para recordar a Martín Granizo y su presencia en la inauguración del Club Náutico del pantano de Luna.
Vio levantar los muros de tres embalses. El de Luna, el del Porma y el de Riaño. Entró en las Cuevas de Valporquero a fotografiar su interior antes de que se abrieran al público y recuerda especialmente la colección de fotos que realizó de San Miguel de Escalada.
Del estudio, su principal mérito y en lo que se considera un maestro, es en los retoques: «Con las feas hacemos locuras y con las guapas preciosidades», bromea. El photoshop de ahora era un simple lápiz que Antonio manejaba a las mil maravillas.
En el vestíbulo del que fue su estudio tiene un retrato del inventor de la fotografía, Joseph Nicéphore Niépce que restauró con su depurada técnica. Del estudio tiene miles de anécdotas, hasta de gente que salía a la calle a buscar a un chaval para completar la familia numerosa.
Antonio se jacta de que «nunca comí con las autoridades aunque tengo las invitaciones. Juntos, pero no revueltos. Ley de oro de la profesión para este fotógrafo que usaba taxis si hacía falta ir a hacer los reportajes, mientras otros, cuenta, «esperaban a ver si salía el director o alguno para que le llevara».
Tuvo que hacer más de una boda por la provincia y todavía recuerda el impacto que le causó su primera visita a La Baña, en La Cabrera. «En cierta ocasión llevé la ampliadora para revelar y darles las fotos allí mismo. Pero no había ningún cuarto por el que no entrara la luz y acabé revelando debajo de la cama», comenta.
Una profesión que ama y que tenía sus riesgos. «Vivo a cuenta de no haberme caído por el hueco del ascensor cuando estaba en obras el Hostal de San Marcos. Venían autoridades y para ir retratando iba reculando…», comenta. Menos mal que le avisaron a tiempo.