Alvaro Corazón Rural Perdido entre las casitas bajas y las estrechas calles de Tetuán, en Madrid, se encuentra el estudio de Alberto García-Alix. Premio Nacional de Fotografía y célebre por retratar tanto a los artistas de la España de los ochenta como a sus balas perdidas sin estrella. Su obra, tras encapricharse su cámara también de moteros y actores y actrices porno, ahora es mucho más introspectiva. Invito al encuentro para relatar esta evolución vital a la cantante Ana Curra, que fue novia del artista durante sus años más locos, con la intención de que le ayude a recordar experiencias comunes.
Ana llega demasiado tarde y yo demasiado pronto. Mientras espero en la puerta del estudio, una chica que está fregando un portal descubre una paloma agonizando en la acera. Le echamos un poco de agua por si es un golpe de calor, la dejamos en la sombra, pero lo que sea que tenga parece irreversible. Me da mal rollo y me meto en el estudio a esperar a Ana dentro. Alberto está hablando de Napoleón con un francés que graba un documental sobre su vida. Los colaboradores del fotógrafo, indiferentes, entran y salen del laboratorio. Huele a revelador, paro y fijador. Llega Ana.
Alberto, fuiste a los maristas en León.
Tuve una infancia muy feliz. El colegio de los maristas de Léon no lo recuerdo con mucho agrado. Estamos hablando de los años que estamos hablando. Mi madre nos peinaba con un flequillito tipo Beatles, porque éramos muy modernos en casa. Y aunque íbamos muy guapos con ese pelo, en el colegio, por esa apariencia, los curas nos llamaban «nenazas» y nos tiraban de las patillas. Eso no se te olvida si eres un poco sensible. Sentía la injusticia. Pero fui muy feliz. No puedo decir tampoco que fuera una experiencia traumática. Fue lo que nos tocaba vivir a todos los niños españoles y a muchos les fue peor que a mí. Qué te voy a decir…
Tu primera cámara se la pediste a tus padres para fotografiar motoristas.
Pedí una cámara por Navidades a mis padres porque quería hacer fotos de las carreras de moto donde competía mi hermano, y yo también. Mi hermano tenía una especie de técnico, Germán del Caso, que además era fotógrafo, y llevaba el control de cuándo tenía que cambiar la cadena y esas cosas. Cada miércoles, Germán llegaba a casa con las fotos en blanco y negro de la carrera del fin de semana. Me encantaban. Y como me pasaba todo el día en el circuito, le pedí a mis padres por Navidad una cámara para fotografiar ese mundo. Concretamente, mi primera foto es de una carrera de motos.
La moto es lo primero y lo que más me atrajo de esta vida. Compraba la revista Motociclismo cada mes, las tengo encuadernadas desde el año 68. En cambio, la música nunca me interesó mucho cuando era joven. En el rock and roll como tal no me metí hasta que no tuve diecinueve años. A mis hermanos les iba Serrat, Paco Ibáñez, etcétera, porque eran todos de izquierdas; a mi amigo Fernando Pais —con el que me fui a vivir cuando me marché de casa— le gustaba una música muy ecléctica, Deep Purple, Osibisa, Neil Young… y la solía poner constantemente, pero a mí no me gustaba nada. Así hasta que un día un amigo me pasó un disco de Elvis y otro de Gene Vincent y descubrí en esa música una pasión y una actitud…
Has comentado que tu madre os llevaba al Prado de pequeños y tú te fijabas en las mujeres desnudas, me pregunto si no te llamaron la atención los retratos de Goya, que miran como en algunos de los tuyos.
Sí que me llaman la atención. Ahora más que entonces, porque teníamos trece años cuando íbamos con mi madre. La primera vez se me hizo pesado, farragoso, y me fijaba más en las mujeres desnudas, por supuesto. No era fácil tener a cinco hijos dando vueltas por el museo del Prado, pero mi madre consideraba que era necesario para nuestra educación. Nos hablaba de la composición de los cuadros y, como es historiadora, nos explicaba quién era el capullo de Fernando VII cuando veíamos los cuadros de Goya. También iba al museo del Ejército, que era muy bueno, y al de Ciencias Naturales, donde había animales disecados que ya ni existen. Hoy lo han modernizado y ya no están aquellos cientos de vitrinas. Ahora es diferente, todo son pantallas y ordenadores con los hábitats de los animales. Lo que había antes aun apolillado era fascinante para un niño.
Podemos decir que a partir del festival Canet Rock empezó todo para ti.
Con diecinueve años le dije a mi padre que era mayor de edad y que me iba a ir de casa. Había conocido a una mujer y quería irme con ella. Pensaron que volvería en cuatro días, pero vaya, se equivocaron. Era una chica portuguesa que quería que nos fuésemos a Londres y rompí con todo. Me puse a trabajar descargando camiones y a vivir en una pensión. Quería apartarme de lo que me rodeaba porque, por entonces, mis hermanos militaban en partidos de extrema izquierda, la Joven Guardia Roja, el Partido del Trabajo… Era el final de la dictadura, pero seguía habiendo cárcel y agresiones. Mi hermano Alfredo entró preso porque se encadenó protestando contra el servicio militar y coincidió con mi hermano Willy en la cárcel. Le golpearon con dureza en la comisaria de la Dirección General de Seguridad. Además, también en esa época murió un íntimo amigo de mi hermano Alfredo en una carrera de motos en Móstoles.
Al regreso de Portugal, una mañana fui al Rastro con una amiga y me presentaron a Ceesepe [Madrid 1958, pintor, ilustrador e historietista; NdR]. Desde el primer momento me quedé fascinado con él. Era muy especial y emanaba creatividad. Ese mismo día también conocí allí Fernando Pais, que intentó vendernos una marihuana que decía que era colombiana, pero en realidad era casera. Una mierda. Yo ya conocía la marihuana de cuando había estado en Portugal , fue allí donde fumé petardos por primera vez.
La chica portuguesa me había dicho que tenía novio en Portugal y yo no la creí, pero era verdad. Me fui a buscarla a Cascais y resulta que sí que tenía novio. Además, era más moderno que yo e independiente. Al cabo de una semana, le dije que me iba, que quería buscar aventuras por Portugal. Ese viaje fue clave para mí. Alimentó mis deseos de independencia. El año anterior había sido la Revolución de los Claveles y se notaba la vitalidad de un cambio que todavía no había llegado a España.
Y al volver a Madrid, me volví a encontrar a Fernando. Era fotógrafo y me contó lo del festival de Canet. Le dije que yo también tenía una cámara de fotos y fuimos juntos. Para mí fue un deslumbramiento. Recuerdo que dormimos dos días en la playa. Al terminar, Fernando regresó a Madrid y yo continué mi viaje, fui a Santander. No le pedí el teléfono ni nada, pero lo que son las casualidades, cuando volví a Madrid, iba por la calle en una motito pequeña que tenía y me pitó un coche, era él: «¡Hola!, ¿qué tal?». Y con la alegría dejé de mirar para adelante y me caí de la moto.
Me dijo que estaba buscando casa, y que iba a ver un apartamento al Rastro. Le acompañé y le dije: «oye, aquí caben dos». Pues adelante, vente, respondió. Así que empezamos a vivir juntos en el famoso piso del Rastro donde él montó un laboratorio. Aunque era muy chapucero, revelábamos con agua fría y los minutos de revelado eran… a elegir. Pero es ahí donde empezó mi pasión por la fotografía. Donde empezó todo.
Fuiste totalmente autodidacta.
Al principio, ni tenía negativos ni les daba valor. Pero una vez me dio una mala bajada de ácido, tan chunga que me propuse cambiar de vida. No iba a la universidad. No hacía nada, sentía que tenía que cambiar y lo que hice fue disciplinadamente meterme todas las tardes en el laboratorio. De una manera autodidacta comencé a aprender y a tomar fotos.
Cuando volvió Fernando de la mili se impresionó mucho con las fotos que había hecho. Pero yo lo que hice fue solamente ir aprendiendo poco a poco con disciplina, ya te digo… Si la primera foto te sale negra, le quitas más tiempo y sale más clara, etcétera, etcétera. Por entonces, no tenía conciencia fotográfica, nunca había abierto un libro de fotografía. Pero encerrado en el laboratorio sentía e intuía el camino que se me abría.
¿Por qué no querías ir a la universidad?
Con diecinueve años estaba matriculado en Derecho, en la Autónoma. Luego lo dejé y pasé a la Facultad de Periodismo, pero tampoco me interesaba nada. Quise haber hecho cine, que es lo que me interesaba, no las fotos, pero llegué un día tarde a entregar la matrícula y no me dejaron. Entonces, por hacer algo, pensé en Periodismo por la rama de imagen. Me alisté, como se decía, pero al final solo iba la universidad a vender los números del Star y los cómics underground. Ponía un trapo en el suelo y a vender.
Los cómics los editábamos Ceesepe y yo. Nos traían tebeos del underground americano, los Zap Comics, y lo que hacíamos era tapar con tippex blanco las letras, traducirlas luego al español y los imprimíamos. Editábamos a Clay Wilson, Richard Corben, Moscoso, Spain Rodríguez y a algunos españoles. Teníamos un puesto en el Rastro que era entonces el punto de encuentro de todas las inquietudes juveniles. También vendíamos La piraña divina, de Nazario, en fanzine. Todos los tebeos que teníamos hablaban de drogas y tal, pero el que se quedaba en el canastillo bajo el mostrador era el de Nazario por lo sumamente irreverente que era y todo el sexo que llevaba.
En el laboratorio empezaste con los opiáceos.
Así fue. El puesto del Rastro lo llamábamos «la Cascorro Factory» por el hecho de que vivíamos en Cascorro. Un día, después del Rastro, un montón de gente subimos a mi casa. Cuando fui a la cocina, en el laboratorio oí ruidos. Abrí la cortina y me encontré a mi amigo Fernando y a otros dos poniéndose…. «¿Esto qué es?», pregunté. Y ellos: «¡cállate, cállate!». «Pero ¿puedo probarlo?», insistí. «Sí, si quieres quédate, pero calla». Lo probé y lógicamente salí de ahí… Pensaba: «esto está bien, bien». Lo que pasa es que, claro, a los pocos días ya estaba preguntándole a mi amigo si había posibilidad de volver a pillar otra vez aquello del otro día y…
Podrías haber sido el protagonista de «Qué hace una chica como tú en un sitio como este».
Fernando Colomo vino a mi casa a que le contara la vida que yo llevaba para escribir la película. Me ofreció hacer una prueba de cámara para ser el protagonista, pero fue un fracaso absoluto. Recuerdo que me pusieron frente a una chica y me dijeron que intentara ligármela, y no fui capaz. Entonces le dije a Fernando Colomo que conocía a un actor que sí que podría, el Fifo, y se llevó el papel. Fernando siempre quiso poner la música de Burning en esa película. Antoñito, el cantante, era amigo mío. En las Vistillas, frente a la estatua de Ramón Gómez de la Serna —que es uno de los sitios más bonito de Madrid— Antoñito se comió el primer tripi de su vida conmigo. Le invité yo.
¿Salías siempre de casa con la cámara?
Pocas veces. Las mañanas de domingo, en el Rastro, sí, pero por las noches no. Si hubiese sacado la cámara la hubiese perdido. Por aquellos días me fui a vivir con Teresa. Era el año 78. Compré una ampliadora Durst y me monté un laboratorio. Todas las tardes trabajaba, me sentía fotógrafo aun con unos conocimientos muy escasos. Digamos que me había venido Dios a ver. Ahora hay muchísima información, pero entonces yo no tenía casi nada. A veces ojeaba la revista Nueva Lente, pero no me interesaba, lo sentía todo como muy lejano. También estaba la revista Arte Fotográfico, que hablaba mucho de técnica, revelados y otros procedimientos.
La adicción influiría en tu continuidad.
La adicción a los opiáceos influyó en todo. Ciertamente, por culpa de ello los problemas venían a nosotros como las pulgas al perro, pero aun así continué con mi afición a la fotografía. Tuve que empeñar las cámaras algunas veces para pagar la casa. Un carrete me tenía que durar un par de semanas por lo menos, no podía tirar veinte fotos cada tarde. A todo esto, tuve que hacer la mili. En el 79 se me habían acabado las prórrogas de estudios, y tuve la suerte de salir excedente de cupo, pero mi gozo en un pozo, en ese momento los militares en España, por los asesinatos de ETA, decidieron que todos los excedentes hiciéramos la mili. Unos al tercio de Tierra, otros al de paracaidistas y otros a las COES, y todo sin haber firmado nada. A mi me tocó en la Brigada Paracaidista. Fui a ver si era un error y me dijeron que no. Aquello fue una experiencia dura, aunque también interesante en cierta medida. Era un cuerpo de élite, y la disciplina férrea y legionaria. A la gente en mi situación nos prometieron meternos en oficinas cuando acabáramos el campamento; sin embargo, ante mi sorpresa, en la jura de bandera, casi todo el mundo fue a oficinas y a mí me toco artillería. Pasé pisando hormigas toda la mili. Hice todas las maniobras y aun así estaba mejor que los de oficinas, que allí encerrados se aburrían como monas y ademas no podían escaquearse.
Hay una foto muy bonita de dos boxeadores que la sacas en la mili.
En la mili hice algunas fotos. No era fácil. Primero, por la idiosincrasia militar y también porque el ambiente no era muy propicio. Había mucha tensión. Lo que más grabado se me quedó en la memoria es que en la Brigada Paracaidista fue donde vi los primeros tatuajes. Por la noche miraba con curiosidad cómo se los hacían. Era lo clásico: un palillero y tres agujas, escudos de la Brigada Paracaidista o el amor de madre. Recuerdo, porque tengo la foto, a un compañero que se hizo una cabeza de tigre en la espalda.
Al volver empiezas a retratar a tus amigos, a la gente que te rodea, que no te gusta que se la llame marginal.
Marginales no éramos. Si lo pienso bien éramos privilegiados. Mucho antes de que la droga bajase a la calle, estaba en las casas.
[Ana Curra]: La droga al principio la tenía el que podía permitirse ir a Laos y traerlo.
Hacia el 81, a mí me surtían unos holandeses. La vendía para comer y para ponerme. No era como fue luego en los años noventa, son épocas muy diferentes. Hay una etapa del 76 al 86 en la que el mundo de la drogadicción es de una manera, y del 86 a la siguiente década, de otra. De todas maneras, los problemas típicos y comunes de la adicción eran el pan de cada día. Parece que todo era muy divertido, pero no es así. Cuando conocí a Ana, mi hermano murió de sobredosis. Los problemas con las drogas se fueron haciendo cada vez más pesados. Afortunadamente, Curra y yo vivíamos dentro de las drogas, pero compartíamos mundos apartes: yo en lo mío, y ella en la música. Yo tenía muchos amigos que no eran drogadictos. Pero fíjate cómo era la época, a los que no tomaban drogas y no eran promiscuos en el sexo les llamábamos, en broma, «los jesuitas».
Hay un autorretrato de 1981 en el que muestras un navajazo sangrante que te habían dado.
Fue un grupo de extrema derecha, los Guerrilleros de Cristo Rey. Me apuñalaron en la discoteca El Sol de la calle Jardines. Dos años llevaría abierta entonces. Una noche, entraron estos tíos en la pista, mientras yo estaba ahí bailando. Se pusieron a echar a todo el mundo a patadas. Yo estaba a mi aire, y de repente vi que iban a por mí. Cogí una botella de Coca-Cola para defenderme, amagamos el uno y el otro, pero ya me habían pinchado. También pincharon a mucha más gente. Llegó la policía y me preguntaron si estaba herido. Dije que no, solo tenía alguna herida en las manos de dar golpes. Me fui a fumar un cigarro y me encontré de pronto con la mano llena de sangre. ¡Hostia!… Bajé al cuarto de baño y me vi una puñalada en la ingle. Era una especie de ojal por el que salía sangre. No me había ni dolido, pero a partir de ahí sí que lo sentí. Fui al hospital a coserme y me dijo el médico que el paquete de Fortuna me salvó de que la puñalada no me alcanzara la femoral.
Una vez tuviste que romper tus fotos en un registro para que no las viera la policía.
Fue un registro en casa de mis padres. Había un montón de fotos mías y un policía se puso a mirarlas. Mi padre le dijo: «oiga perdone, qué hace usted mirando eso, son fotos de mi hijo, no hay nada importante ahí». El policía las dejó pero yo me quedé con mucho miedo, estaba paranoico, y tras salir de la detención destruí los negativos que había sacado ese año. Creo que debí romper como veinte o treinta tiras, no creo que tampoco fueran buenas, pero como se nos veía a todos poniéndonos y nos podían identificar, temía que por culpa de las fotos pudiera ser un chivato.
Viajabais mucho en todo caso.
[Ana]: a Tánger…
A Tánger íbamos al hotel Continental. Yo ya lo conocía porque había ido con Teresa en el 78. Pero lo que hacíamos era pasear y encerrarnos en el hotel a tomar opio. Entonces era muy fácil de encontrar en el mercado. Nos ponían las cabezas en un cucurucho de papel. En el hotel nos lo cocían…
[Ana:] Y se supone que nos íbamos a Tánger a desengancharnos…
Íbamos a desengancharnos y volvíamos igual. Yo cada vez que me iba a cualquier sitio, cuando estaba de vuelta en Madrid, lo primero que pensaba era en ponerme.
Hay una foto de Ana y un tío fumándose un chino…
Eso fue en Amsterdam… y a la vuelta, la Interpol [se dirige a Ana] nos paró en la carretera. Pensé en tirar todo lo que tenía encima, porque si me encontraban algo iban a registrar dentro del coche y entonces sí que la habíamos cagado. Total, una vez más, nos vino Dios a ver. Según bajamos, a Curra se la llevó una mujer policía…
[Ana]: ¡Era un hombre!
Es igual, se lo escamoteó en las narices. Se lo metió en el sujetador o no sé qué hizo, malabares…
[Ana]: Lo hice con la polvera, ahí lo metí.
Yo estaba rodeado de policías, con un bolsón, a ver qué hacía. Y también conseguí escamotearlo. Hice, por única vez en mi vida, juegos malabares con mis manos.
[Ana]: Se lo puso en un pulgar y movió la otra mano…
Lo sujeté entre un bolsillo y mi mano. Le enseñé el forro del bolsillo delante de su careto, pero moví el otro. No sé si me entiendes… Fue un acojone, no sé cómo nos libramos.
Cuando salimos de la caseta y de la alegría de que no nos hubieran pillado, Ana dijo que paráramos a ponernos un chino para celebrarlo. Y yo de los nervios: «esto… mejor no, cuando lleguemos».
[Ana]: Yo quería parar ya a celebrarlo (risas).
Has contado en alguna charla a estudiantes de fotografía que hubo un antes y un después en tu carrera tras un viaje que hiciste a Venecia.
Sí. Para mí fue un viaje muy duro pero con todo positivo. Efectivamente, hay un antes y un después de ese viaje. Era el año 86 y me juré que no me volvería a ver a mí mismo mendigando por la calle jamás. Fue la primera vez que la falta de recursos se me hizo insoportable. Siempre había podido dormir en casa de un amigo, pero aquí me vi obligado a dormir en la calle. Iba por ahí solo, rumiando mis penas. Tenía la idea de que podría vender mi ropa, pensaba que hasta me la podrían pagar bien, pero no había caído en la cuenta de que me encontraba en Italia y mi ropa era de rockero. Me puse en un puente con un trapo en el suelo a intentar venderla, estuve horas, bajo un sol de justicia, y no le interesaba a nadie, ¡a nadie! Los italianos que van siempre tan maqueados la miraban como… «¿Una chupa de cuero con flecos? No me jodas». La situación era insostenible, en mi desesperación llegué hasta pensar en asaltar a una mujer por la calle y quitarle el bolso.
Podría haber hecho una cosa muy simple, llamar a mis padres y que me mandaran dinero. O a mis amigos, a Kiko Rivas. Pero me había jurado a mí mismo que yo me iba de ahí por mis propios medios, sin llamar a nadie. Esto lo mantuve dos días, luego tres, después cuatro, hasta que llegó un momento en que me sentí vencido. Ana y mis amigos se habían ido, no quiero decir ahora por qué nos separamos. Ellos me dijeron que cómo me iba a quedar solo sin dinero ni nada, que me fuera con ellos. Y yo: ¡dejadme! Cuando se fueron con el coche, la primera noche todo bien… Bueno, las primeras noches dormí dentro de un tren en la estación, pero un día se puso en marcha y me dio tal susto que decidí dormir en la calle.
Iba todo desolado por Venecia, que por cierto me parece un espanto de lugar. No por feo, es un gran decorado, pero casi sin vida. No había locales nocturnos, ni discotecas, ni lugares de encuentro donde poder a conocer a una mujer que me llevase a dormir a su casa… ¿Sabes lo que más me costaba? Hacer caca. En los bares, hay tantos turistas que para ir al baño tienes que pedir la llave. Tienes que consumir y es caro y yo estaba sin nada de dinero. Fíjate qué cosa más tonta, cagar. Es casi mejor pasar hambre que no poder cagar.
Conocí un periodista y me dejó quedarme una noche en su habitación. Luego una señora, era una mujer muy agradable. Iba yo por la calle y vi en el escaparate de una librería pequeñita un libro que había salido con unas fotos mías publicadas. Se llamaba Nuevos imagineros españoles, que había comisariado Luis Revenga. Al verlo pegué un bote. Entré en el local y dentro, aparte del propietario, había solo una cliente. El propietario se asustó. Yo le decía: «¡soy yo! ¡soy yo!», señalando el libro y enseñándole el DNI. Mi idea era pedirle un préstamo, pero venía de dormir en la calle, sucio, con camisa de chorreras, unas botas tejanas y una gorra blanca. Total, que el tío pasó de mí y me fui, pero la señora salió detrás y me preguntó: «¿lo que ha contado usted es verdadero?». En español lo dijo, era chilena. Y añadió: «pues usted no tiene pinta de artista». En fin… El caso es que me dejó dormir en su casa. Pensé que me daría de cenar, pero no tenía nada en el frigorífico, solo pudo darme un vaso de leche, y se encerró en su habitación. A su manera tenía también un poco de miedo. Pero fue muy generosa y me dejó dormir allí esa noche.
Otro día terminé tirado en la plaza de San Marcos. Sentado en un soportal sin poderme ni mover. Era de noche y estaba lloviendo a mares, se puso a mi lado un hombre y me dijo «è bello…». Al ver que alguien me hacía caso, contesté enseguida: «hostia… ¡claro que sí!». Luego me preguntó de dónde era, le dije que español, de Madrid, y contestó: «¡la Movida madrileña!». Fue una luz de esperanza. Me puse a hablar con él a saco y le terminé soltando que tenía mucha hambre y no había comido, que por diversas circunstancias estaba ahí tirado. Me invitó a cenar en un restaurante, pidió vino y todo. En la cena, exhibí todos mis conocimientos de cultura italiana para que viera que yo era un hombre decente. Hasta de Umberto Eco le hablé. Luego fuimos a su casa, me invitó a otra copa de vino y acepté. Sobre todo pensando en preguntarle si me podría quedar a dormir en su casa. Era un hombre culto y tal, tomamos esa copa. Dijo que por supuesto, que me podía acostar en el sofá. ¡Genial!
Yo quería que él se fuese de una vez del salón para poder quitarme las botas, porque después de no haberme cambiado los calcetines en varios días, me daba vergüenza. Había dejado toda mi ropa en la consigna de la estación, menos la chupa de cuero que la usaba para dormir. No quería cambiarme las botas delante de él y que oliera mis pies después de cinco días pateándome toda Venecia. Uno tiene su pudor. Me dijo algo que no entendí. Por fin se fue. Estando ya acostado en el sofá, volvió. Desnudo bajo una bata de amebas. En ese momento yo me sentía avergonzado por mi olor a pies, apestaba. Se acercó, me abrazó y se puso a besarme. Al principio grité «no, no», pero no paraba. Cuando besó mis labios, le metí un cabezazo y un par de hostias. Se cayó y se golpeó la cabeza contra el suelo. Quedó inconsciente. Pensé que lo había matado. Me entró un miedo terrible, pánico… Miré todos los vasos que había tocado para quitarle las huellas, una gran tensión. Hasta abrí la ventana y pensé en tirarme al canal y cruzarlo a nado. Me puse las botas, me iba a ir y de pronto le escuché jadear. Me dio un ataque de rabia, le eché un cubo de agua en la cabeza, se incorporó y le dije: «te equivocaste».
Salí de ahí y otra vez me vi por las calles de Venecia desesperado. Me di cuenta de que estaba llorando de la tensión que había vivido. Los pocos transeúntes despiertos me miraban. Otra vez me tocaba buscarme un sitio donde dormir y un sitio donde cagar.
Ya puestos, un muchacho que conocí y trabajaba en un hotel, de botones, me dijo que podía sentarme en la plaza de San Marcos con dos amigos suyos. Ellos vivían de ser gigolós con turistas. Los dos italianos se ponían en la plaza con un café y entraban a las turistas que se sentaban al lado. Iban bien planchados y decentes, muy buena pinta. Yo también lo intenté pero sin saber ningún idioma. Cuando me puse a hablar con las señoras me di cuenta de que tampoco valía para eso. ¿Sabes lo que es sentir que no sirves absolutamente para nada?
Venecia ya la veía y… eso nunca lo olvidaré, trágica y cómica. No miraba a la gente, veía solo los calcetines blancos, las sandalias y las palomas picoteando entre aquella masa de pies. Es la imagen que más recuerdo. Un día estaba lloriqueando y tiré, por rabia, los carretes de fotos al mar, o al canal. Solo se salvaron los que hice cuando llegué porque se quedaron en la bolsa que dejé en la consigna de la estación de tren. Me juré que aquello no podía volverme a pasar.
Al final, después de intentar colocarle la cámara a un argentino, y no lo hice porque solo me daba la quinta parte de lo que valía, mi amigo, el botones de hotel, me acompañó a la policía para que me repatriaran. En la comisaría me dijeron que me daban un billete hasta Roma. Y de allí, la policía me mandaría a España. Mi hambre no podía esperar tanto. Mi amigo, el botones, al que yo había dado alguna tarde clases de fotografía, o más bien de odio al paisaje veneciano, me ofreció comprarme el equipo de cámaras por un poco menos dinero que el argentino, no tenía más. Acepté con la condición de enviárselo, cuando pudiese, y que él me restituyese la cámara. Con el dinero, compré el billete de vuelta y lo poco que sobró lo gastamos en una borrachera. Antes de coger el autobús, como en la estación de tren hay duchas, me di una. Me afeité a gusto y por fin cagué tranquilo. Me fui de Venecia a Madrid sin comer, y de remate en cada frontera la policía subía y solo me bajaba a mí para registrarme. Al final llegué. Recuerdo vivamente la alegría que sentí.
Y apareció la galerista Valle Quintana.
Había perdido a Ana, las cámaras y tuve que volver a casa de mis padres. Era el año 86, me había quedado sin nada. Sin dinero, sin casa. Lo único que me quedaba era la moto. Afortunadamente, en el famoso viaje de Madrid a Vigo iba Valle Quintana, que era la galerista de una sala de arte muy importante que se llamaba La Cúpula. Me preguntó cómo estaba. Le hablé de mi problema, no tenía nada, ni cámaras. Contestó que si estaba así era porque yo quería y me ofreció una exposición. «Confía en mí que te lo vendo todo», dijo. Como en esa época yo cometía errores, problemas con las drogas y demás, de administrar el dinero de producción se ocupó Kiko Rivas. Me encerré en casa de mis padres, monté un laboratorio en el cuarto de baño y durante dos meses estuve trabajando en la exposición. Y sí que se vendió, sí. Fue la primera vez que gané dinero honradamente.
Antes había expuesto en Londres, pero metí la pata. Una amiga llevó unas fotos mías a una galería que había cerca de Portobello. Se quedaron muy sorprendidos. Pensaban que estaban hechas en Nueva York porque salían unos rockers. Le mandé otras fotos y volvió a llevarlas. Como además tenía a la policía muy pegada al culo en ese momento, me fui a Londres. La exposición apareció en la prensa. Vino la directora del Photograpers Gallery y me dijo que quería ver más fotos mías, y exponerlas en esa sala. Debían pasar por un comité, pero sonriendo añadió que me podía prometer que les iba a interesar mucho. Firmé los papeles, me vine a España, pero me volví a meter en la milonga de las drogas y no cumplí con ella. Un año después escribió pidiendo explicaciones, se las di a mi manera y pedí perdón. Me volvió a mandar los papeles, volví a firmar y… volví a incumplir.
En tus retratos, has dicho que nunca sorprendes al modelo. ¿Cómo llegaste a ese estilo tan austero, de mucho trabajo hasta dar con algo nada recargado?
Lo que me pasó a mí concretamente es que en el año 81 cuando salí de la mili fui a ver una exposición de Agust Sander en el Instituto Alemán y fue la primera vez que me quedé pillado delante de unas fotos. Pero pilladísimo. Volví a verlas varias veces. En la soledad de mi laboratorio, por primera vez, algo se hacía evidente. La independencia de la mirada. La posición. La sinceridad… Sander era alguien que se posicionaba con una gran intención para tirar un retrato. Ese mismo año fui a ver una exposición de fotografía americana. Vi las fotos de Walter Evans, de Diane Arbus… Me sentí próximo y me hizo reconocerme en ellos.
Al principio, mis fotos eran muy naturistas. Con los años fueron siendo de otra manera. En aquella época sacaba muchas fotos de habitaciones de hoteles y las pensiones por las que pasaba, que eran muy humildes. Los amigos decían que aquello no eran fotos. De hecho, una vez un tío, que estaba buscando fotógrafos para una colección de postales y que publicó a toda la gente de mi época, me dijo al ver mi material: «hijo, no te voy a engañar, dedícate a otra cosa». Pero fue como el que oye llover, solo que con mi sinceridad habitual le dije a mis amigos lo que me había dicho y durante un tiempo llevé el sambenito de «dedícate a otra cosa».
Retrataste a Johnny Thunders.
Vino a España a tocar y me fui con Santi Ágapo y más gente a buscarle al hotel, le dijimos que teníamos heroína en casa, que si se venía y aceptó. Primero dimos un paseo por la calle, por detrás de Gran Vía, y luego fuimos a mi casa. Allí estaba durmiendo mi amiga Eva, que era fanática de Johnny Thunders, y también una apasionada de los opiáceos. Llegó y le digo: «Eva, despierta, mira a quién te traigo». Abrió un ojo, lo reconoció y gritó: «¡hijo de puta, hijo de puta, cómo me haces esto!». Salió corriendo, se encerró en el baño y cuando volvió parecía la reina mora, maquillada y peinada. Total, que, con mucha alegría, todos nos pusimos el primer chute.
Después de ponerse, Johnny escupió la sangre que quedaba en la jeringuilla contra la pared. Me sentó mal. Me pareció una guarrada. Le dije: «¡eh!»… Y él: «sorry, sorry». Me dejó la pared llena de churretes. Al segundo chute Johnny volvió a hacer lo mismo y me cabreé bastante. Meses después pinté la sangre por encima porque me daba mal rollo. Y hoy lo que pienso es… ¿Y si la hubiese fotografiado? ¡Hoy tendría el ADN de Johnny Thunders en una copia de papel! Esa foto habría sido buenísima, ¡buenísima! Pura metafísica. Pero fui torpe y no la hice, en cambio le saqué unos retratos que… Bueno, él no era un gran modelo, porque era muy teatral para mi gusto, no paraba de poner caras y poses, aun así conseguí un par de buenas fotografías.
Y de Camarón.
Kiko Rivas me llamó para hacerle un retrato a Camarón para la revista El Europeo. Fuimos a San Fernando (Cádiz). La verdad es que el plan, a priori, no me entusiasmaba mucho. El flamenco nunca ha sido la música que más me ha interesado. Pero, hombre, era Camarón… Además, cuando lo comentaba a la gente todo el mundo quería venir conmigo, ¡y pagando! Me decían: «¿puedo ir contigo? voy de ayudante, lo que sea, te pago lo que haga falta». Al final, vino mi mujer. Ella quería conocer a Camarón como fuera.
Salimos para allá con Kiko Rivas y el primer encuentro con Camarón fue un poco frío. Habíamos quedado en una fonda y Camarón me miraba como pensando ¿este de qué va? Le pedí unos minutos. Saqué unas fotos de él sentado en la mesa, pero de repente se fue al cuarto de baño, uno de los que iban con él salió detrás con bicarbonato y una cuchara y me dije: «joder, a ver si nos invitan». Camarón, en el cuarto de baño, no se debió sentir cómodo, porque había mucha gente en el bar e intentaban entrar en el baño. Salió y dijo que continuáramos por la noche.
Fuimos a la Venta Vargas y allí sí que nos entendimos. Vi que Camarón tenía un tatuaje en la mano y le pedí que me lo enseñara para fotografiarlo. Ocurrió que ahí había un tal Candado, que estaba siempre con él. Dijo que no se podía, que los artistas no muestran tatuajes en las fotos. Lo dijo con sorna. No me sentó bien oír eso. Me abrí la camisa y dije: «¡pues yo soy un gran artista y mira todo lo que llevo tatuado!». Replicó: «joder, parece un mapamundi». Todo el mundo reía, pero vi que Camarón se había quedado quieto. Enfoqué a la mano y me dije: «yo tiro mi foto». Cuando levanté la mirada, el único que se había dado cuenta de que la había hecho fue Camarón. Además, había dejado quieta la mano, sin moverla de posición, sabiendo lo que yo estaba haciendo. A partir de ese momento, surgió una corriente de comunicación entre nosotros. Nos reímos mucho y hasta nos invitó después a una boda gitana.
Pilló buen rollo conmigo. Me tomaba el pelo, se reía, decía: «¡tú eres gitano!». Porque yo llevaba el pelo largo y rizado por esa época. Al volver a Madrid, mucha gente me preguntaba cómo era él… Era un príncipe, veías que emanaba de él algo especial, no sé cómo explicarlo. La verdad es que me arrepiento de no haber hecho más fotos, falleció poco después. Por cierto, que al poco de su muerte me encontré toda la ciudad empapelada con mi foto en el nuevo disco y tuve que ir a la discográfica a renegociarlas.
Por estas fechas estuviste metido en los Centuriones y de ahí surgen tu colección de fotos «Bikers». ¿Eran muy chungos?
Los Centuriones éramos un motoclub. ¿Tú crees que eramos chungos…? Chungos son los políticos corruptos, y son muchos, y sus miserias nos afectan a todos. Los Centuriones eramos libertarios. Gente de corazón, más vivos. Yo lo fui unos años y lo dejé, pero la verdad es que los años en el motoclub me causan una gran morriña… Conservo buenos amigos. Nunca podré volver a vivir la carretera y la moto como la viví entonces. Para mí fue una época maravillosa en mi vida. Lo que no le puedes pedir a un club de motoristas es que se acoja a lo políticamente correcto, los motoclubs siempre tendrán sus propias reglas y leyes.
Hay una cosa que me extraña, Ramón de España, en El País, no una sino dos veces, escribió que eras un niño bien que se hacía rebelde, que no contento con no querer estudiar Derecho y hacer Periodismo te hiciste motero. Y te compara con alguien de la alta sociedad catalana que conocía que se enroló en la Legión, se casó con la asistenta de sus padres y se fue a vivir a Rubí.
Tonterías. Ni me va ni me viene. Primero, porque lo que dice no es verdad. Son pamplinadas literarias de alguien que no me conoce. Yo no me hice motorista, las motos están en mi vida desde los doce años… ¡Antes que las mujeres! Mira [me enseña su carpeta del colegio, toda llena de fotos de motos recortadas de revistas], del año 66, la portada del libro de Filosofía con Mike Hailwood. Mira, química, ciencias… mira, ¿de qué está lleno todo? De recortes de motos. Lo que siempre ambicioné desde niño fue disfrutar la vida encima de una moto. Ser un zascandil. Sin más.
Creaste un equipo de competición de motos.
Mi amigo César Aguí vino a verme y me contó que conocía a un mecánico en Valladolid que tenía una Ducati 851. Él deseaba competir con esa moto, pero no tenía dinero. La palabra Ducati encendió mi corazón. Le propuse poner la pasta y hacer un equipo de competición. Se llamaría «Pura Vida Racing Team» y el logotipo sería la chica tatuada del logo del fanzine El Canto de la Tripulación. Me pidió que habláramos con el mecánico y preparamos una comida, después de unos entrenamientos, en el Jarama. Nos fuimos a comer tortilla de patata al campo. Yo fui franco con Evelio Tejero, así se llamaba. Le dije: «mira, no tienes dinero, yo puedo ponerlo». Le hablé de La Tripulación como grupo, y me remangué hasta el codo para que no hubiera dudas de quiénes eramos. El primer año corrimos con César Aguí, que hasta la última carrera se mantuvo entre el segundo y el tercer puesto. En Cartagena, la última carrera, se vino abajo. Fue bajando del segundo al cuarto, del quinto al sexto y al séptimo… No sé si al final quedamos octavos. Fue un año maravilloso y tuvimos la oportunidad, hasta el último momento, de haber dado la campanada en el Campeonato de España con un equipo muy humilde.
Evelio Tejero y yo comprendimos que si queríamos ganar, necesitábamos un piloto más joven que César. Justo entonces, un amigo mío que dirigía una compañía de seguros, se ofreció a esponsorizar el equipo y puso todo el dinero para el año siguiente. Compramos en Bolonia la primera 916 réplica de Carl Fogarty, y también una 748 con las que ganamos el campeonato de España en Sport Production, y quedamos segundos en Super Sport, luchando contra los hermanos Gavira, que eran muy, muy rápidos. ¡Cómo llevaban las motos esos dos! Pero fue un año muy intenso, nuestro piloto David Vázquez era muy rápido y nos dio días de gloria.
El otro gran punto de inflexión en tu vida fue en París.
En el año 2000, en una fiesta me tomé un par de rayas y un par de cubatas e inmediatamente, sin ton ni son, me puse a devolver. Al día siguiente no tomé nada, pero días después volví a beber y volví a devolver. Fui a ver al médico, mi amigo Pedro Escartín, y me hizo unos análisis. Se me había detonado la hepatitis C. «Alberto, se te acabó lo de beber, tienes el hígado destruido, ni una sola copa mas, tienes que hacer inmediatamente un tratamiento de Interferón». Y me advirtió de que el tratamiento era complejo y duro.
A partir de ese momento, a los cubatas los llamaba aspirinas. Era el refresco entero con una gotita de alcohol. Aparte de esto, como nunca vienen dos sin tres, sucedieron otras cosas. Fue un momento de una gran fractura personal, una quiebra. Me di cuenta de que no podía seguir así. Decidí dejar de tomar drogas, ir a París, abandonar absolutamente todo y hacer el tratamiento. Fue un año entero tratándome con Interferón y con unos efectos secundarios horribles. Muy brutal. Sentí algo en mí que nunca había sentido, debilidad y miedo. Adelgacé muchísimo, fue muy duro. Estaba en una situación de confusión absoluta, pero tuve suerte… Siempre he caído de pie.
Unas semanas antes de comenzar el tratamiento, una amiga en París me invitó a una fiesta en una casa. Al rato de llegar una chica que había allí me preguntó si yo también iba a tomar la «madre». Me explicó que era ayahuasca. Pregunté cómo colocaba eso y no me lo supieron explicar. Tenía miedo de cómo podía afectarme y que me salieran todos los demonios, que eran muchos. No estaba en ese momento como para poder escupir todo lo que tenía dentro. Estaba allí sentado y pensaba «¡vete, vete, vete…!». Pero al final me dije: «no seas cobarde, igual hasta te puede ayudar». Y la verdad es que el viaje fue positivo.
No me enteré mucho de lo que pasó a mi alrededor. Éramos unas diez personas tirados todos en colchonetas. Lo que sí es cierto es que tuve un desdoblamiento. Me vi flotando encima de mí, como un soldado. Establecí un monólogo conmigo mismo y me dormí. Cuando desperté, no estaba nada cansado y estaba convencido de que podría con el Interferón. Los médicos en París me habían dado un 20% de posibilidades. Pensaban además que tenía cirrosis. Pero tenía amigos. También me gustaba la ciudad. Y tenía dinero para permitirme un tiempo de descanso. Aun así, no era como Madrid. Conocía poca gente y caminaba mucho sin rumbo. Eso me hizo encerrarme en mí mismo. Al final, dio lugar a una evolución en mi mirada, y a toda mi nueva obra en vídeo.
[Ana]: Me emocioné muchísimo cuando volviste de París. Hiciste una de las exposiciones más sinceras, lloraba de emoción al verla.
Sí, esa exposición era muy intensa y reflejaba muy bien mis emociones de aquel momento.
En esas fechas también realizas tus fotos de actores y actrices porno.
Eso fue antes de irme de Madrid. Me invitó al festival porno de Barcelona un periodista, Casto Estópico. Al principio, como no conocía a nadie, estaba cohibido. Pero Dios los cría y ellos se juntan. Allí conocí a Nacho Vidal. Tenía que hacerle unas fotos y le pedí que se bajara el pantalón. Aparte de mí, estábamos allí mi asistente, un fotógrafo francés y otro inglés que me habían pedido estar presentes. Cuando Nacho se bajó el pantalón y vimos aquella cosa que tenía ahí colgando, yo grité: «¡que Dios conserve esa polla!». El caso es que ahí Nacho y yo nos hicimos amigos. Ya puestos, quedamos esa noche para irnos de farra. Nacho me presentó a gente del porno, actores, actrices. Incluso le acompañé a un casting en la República Checa.
Keith Richards es fan de tus fotos.
La mujer con la que viví en París era muy amiga de los Rolling Stones. Un día ella estaba hablando con Keith por teléfono y le contó que estaba viviendo con un fotógrafo español. Él preguntó si no sería García-Alix por casualidad porque le gustaban mis fotos. Le habían regalado un libro mío. Él, por lo que dijo mi chica, pensaba que las fotos estaban hechas en la calle en ciudades como Nueva York. Y no, eran mis amigos de Madrid. Esto me pasaba mucho al principio, nadie pensaba que esas fotos estaban hechas en España.
La foto que hiciste de la camisa de tu hermano Willy, fallecido por sobredosis, ¿sigue siendo para ti la más importante que has hecho?
No creo. No tengo fotos favoritas. Cada época tiene su foto, la que mejor expresa y condensa lo que fue. Si te fijas aquí en el estudio no tengo fotos. Solo de pilotos de motos.
Te gustaría poder retratar a José Tomás.
Fui a verlo a Nimes. La verdad, me gustan los toros y quería verlo como fuera. Me invitaron unos amigos y fue un gran día en mi vida. Me quedé pilladísimo. Cuando acabó era como… ¿Qué ha pasado? Ahí estaba un hombre que había amplificado los límites de la gloria. Lo quieras o no se te pone la piel de gallina. Fue como cuando encienden la luz en un teatro o un cine y acabas de ver una gran obra, que no te puedes ni levantar del asiento. José Tomás en dos horas nos hizo mejores personas. ¿Dónde puedes encontrar una épica como la de ese hombre, el respeto, la mística, el sacerdocio, la altivez, la tensión, el arte…? Como fotógrafo claro que me gustaría hacer la foto, pero una gran foto que reflejase su personalidad.
Te arrepientes de haber sido vago, de no haber hecho más fotos.
Pues sí. Si ahora pudiera volver a vivir los años ochenta con la conciencia de ahora mismo, estaría fotografiando constantemente el mundo que me rodeaba. Los tendría a todos, como si fuera un coleccionista de freaks.
Te marcó viajar a China.
Tenía que escribir el guión del vídeo De donde no se vuelve para el Reina Sofía y le propuse a todo el equipo irnos a Cartagena de Indias, a Colombia. Había estado allí hacía poco, y me encontré a Manuel Malú, que había montado un bar en el local donde Marlon Brando rodó La queimada. Iba andando por la calle y escuché: «¡Alberto, Alberto!». Me giré y vi que era él. Increíble. Me llevó a la playa con unos músicos de vallenato solo para mí. Más tarde, cogimos un coche tirado por caballos y él se puso a tocar rumba con la guitarra por la calles de Cartagena de Indias, en fin, genial Manuel Malú.
Volví a Madrid convencido de ir a Colombia a trabajar, pero justo antes tuve que ir cinco días a China, a Pekín, a inaugurar una exposición. La primera noche salimos a cenar y no sentí una gran atracción por el lugar. Pero al día siguiente fui a dar un paseo y me hice un canuto. Flipé. Estaba por todas las calles que hay detrás de Tiananmen y se me quedó la cabeza a cuadros. Me pareció superinteresante y supervital. Luego me hice amigo de las tres chicas españolas que estaban viviendo allí. Vinieron a la exposición, les pedí que me sacaran de marcha y eso ya fue maravilloso. Así que fuimos todo el equipo a Pekín. La primera noche acabamos con unos músicos de Nueva York e Inglaterra que hacían música antigua, de marineros de los años treinta, por swing, con contrabajo, acordeón y guitarra. Acabamos bailando encima de las mesas.
Pasamos ocho meses. Me encerraba todos los días a escribir y, aunque la tensión del trabajo era muy grande, lo pasamos de miedo. Fue una gran experiencia. Conocí a mucha gente. Entre ellos a un músico chino muy sensible y nos hicimos amigos. Lo encontré en un bar, que por cierto se llamaba Dos Kolegas, en español, donde ponían música experimental. Lao Ta, que así se llama, según entré en el bar me tendió la mano y me ofreció un canuto enorme de marihuana. Le dije a mi equipo: «¡este es nuestro hombre!». Era genial músico, genial persona, y además nos surtió de la mejor marihuana del mundo (risas). Hombre, si te vas allí para ocho meses tienes que buscarte tu vidilla. Me eché hasta una novia china.
No te has pasado a la fotografía digital.
Al principio pensé en pasarme como todo el mundo. De hecho, hace cinco años probé una Phase One de Hasselblad digital, que me la llevaron al Escorial, donde yo daba un curso de fotografía para que la probara. Es una buena cámara, pero me di cuenta de que el autofocus solo va con lo que está detenido, lo que está en movimiento no lo pilla. Tampoco me daba más poesía, entonces me pregunté qué me daba. Si no me ofrecía más velocidad y tampoco poesía y expresividad, no era lo que necesitaba. Así que decidí que me podía permitir seguir trabajando en analógico.
Has dicho que no falsificar las emociones es tu primera norma.
No es así. Falsificar las emociones, si se hace brillantemente, es genial. El problema es que el digital ha traído una gran falsedad de las emociones, que es otra cosa. Tiene ventajas y virtudes. Ahora te metes con el ordenador, desenfocas aquí, desenfocas allá; estiras de aquí, estiras de allá, y sale una fotografía como las que hace Antonie D´Agata pero sin ser Antonie, ni haber tenido ese desarrollo. O si quieres hacer una imagen como la de Anders Petersen, puedes imitarlo a través de unos contrastes exagerados. Pero no hay una visión sobre la cámara al mirar. Es un juego después, a posteriori, maniqueo. Si tienes buen gusto puedes hacerlo muy bonito, pero hay una gran falsedad en las emociones.
Dijiste que de niño te habrías imaginado al hombre del siglo XXI de muchas formas muy modernas, pero nunca haciéndose selfis sin parar.
Nunca he dicho que me imaginara al hombre del siglo XXI. Mi cabeza no da para tanto. Cuando llegaron los móviles hace cinco o seis años con cámara de fotos y la gente empezó a hacerse fotos a sí misma, que hasta se sacan fotos masturbándose y las cuelgan en las redes, de repente pensé qué coño, la ciencia ficción nos había mostrado mucho lo que esperaba al hombre del futuro, pero nunca nos enseñó a una persona haciéndose fotos a sí misma.
Pero el fenómeno podría tener su punto. Recuerdo cuando estaba en Buenos Aires escribiendo un texto para un libro de Joan Fontcuberta. En la calle había una cacerolada contra la corrupción política y pensé, qué coño, eso no tenía sentido en el mundo moderno. Hoy en día lo que se podrían hacer era, precisamente, selfis, pero de otra manera. Es decir, coger el móvil, bajarse los pantalones, sacarse una foto del ojete, anónima totalmente. Imagínate al Gobierno recibiendo dos millones de ojetes del culo para decirle lo que pensamos de ellos. No pueden decir que no lo han olido. Crearíamos un antecedente de mal gusto: mire, señor, esto es lo que pienso de usted de verdad y se lo voy a hacer ver. Es una broma, pero al verlos tocar los tambores, pensé que eso ya estaba fuera de época. Ahora hace falta una profanación del poder.
Al entrar en este estudio te he visto hablar de Napoleón y no me ha extrañado porque dijiste que el 15M estaba bien, pero que tú lo querías con un Napoleón. ¿Por qué te obsesiona tanto este hombre?
No, no he dicho eso nunca [«Todo era una asamblea permanente. No, hacen falta directrices fijas. Yo creo más en un líder, en un Napoleón que diga: «Venga, vamos a reventarlos a todos»». La Voz de Galicia, 12-12-2013. Durante la entrevista Alberto insiste: «Es una cita falsa». NdR]. A mí me gusta el personaje de Napoleón en la historia. Napoleón fue la primera persona que tuvo la idea de una Europa unida. Trajo algo que no aportó la Revolución Francesa. Eso antes no había existido. Napoleón también fue el primero en becar a los artistas, en financiar el arte. Las leyes que seguimos ahora, aunque tengan la base del derecho romano, son modernizadas por el derecho napoleónico.
Y en cuanto al 15M, yo también me siento un indignado. Este país me duele. España ha ido atrás otra vez. Me ofende la gran estafa del sistema democrático sobre todo porque no somos iguales ante la ley. Y aún duele más que la corrupción haya sido institucional, y por ende su soberbia e impunidad.
La historia me gusta mucho, mi madre es licenciada en Historia. Creo que los Gobiernos de España nunca nos han tratado como adultos. Con las motos por ejemplo, hay una ley por la que no podemos cambiar ni el manillar. Aunque las pinzas de freno sean del año 79, legalmente no puedes poner pinzas nuevas. En Francia, Inglaterra, Alemania, Suecia, Dinamarca, Suiza o Portugal, tú puedes trabajar tu máquina, en todas partes menos en España, que no nos dejan hacer nada porque los distribuidores se han repartido el gran negocio y los motoristas nos lo hemos comido. Si no te permiten hacer nada, no hay creatividad, y cuando te roban la creatividad, aunque sea en una tontería como esta de la moto, te roban mucho más. Sueños, ilusión, alegría. Y no es solo una moto porque es así en todo en este país, lo hemos convertido en uno de los más rígidos de Europa. Es una putada salir mucho de España, a veces uno compara y duele el alma.
Paro la grabadora. Me pongo a hablar con el periodista francés que está haciendo el documental. Las ayudantes de Alberto se van cada una para un lado, con sus cosas, y de pronto un grito irrumpe en todo el estudio, es Alberto: «¡hostia, hostia, que hay una paloma muerta!». Le dicen que no llega a comer con no sé quién. Responde: «primero la fotografía, después todo lo demás».
Fotografía: Guadalupe de la Vallina