Pere-FormigueraArtista poliédrico, fue además historiador, coleccionista y comisario de exposiciones, y su obra está expuesta en museos como el MoMa neoyorquino, el Reina Sofía o el Macba de Barcelona. El epitafio rápido dirá fotógrafo, pero Pere Formiguera (Barcelona, 1952), fallecido ayer, era un artista poliédrico, escritor, historiador, coleccionista y comisario de exposiciones que, desde una posición avanzada, transgresora siempre, se interesó por la recuperación histórica de la fotografía y luchó hasta el último día por su institucionalización.

Empezó en ello pronto, cuando en 1976, con toda la intención del mundo, fundó con quienes hoy son otros grandes de la fotografía española —Manuel Esclusa, Joan Fontcuberta y Rafael Navarro— el grupo Alabern. Respondía al apellido de quien realizara en 1839 la primera fotografía conocida en España, pero lo usaban para reivindicar la imagen de vanguardia.

Faltaba entonces un año para que se licenciara en Historia del Arte y apenas hacía tres que había realizado su primera exposición, en la modesta Biblioteca de Rubí. Pero ya estaba también ese mismo 1976 realizando su primera serie de fotografías con una Polaroid SX-70. Recurría a una hibridación entre la fotografía y la pintura, más como un juego o expansión de fronteras que para dotarla de aura.

Sus intervenciones pintando las fotos, rayándolas, deformando con un punzón las imágenes, estaban muy conectadas a su atracción por el expresionismo abstracto, por el surrealismo. También era una señal de su distanciamiento crítico, donde la ironía, la desacralización fue ganando terreno. La experimentación tras esa polaroid la aplicó a gran parte de su producción de los ochenta, como en Escenarios de la guerra (1987) y Porta d’aigua (1989).

Ese rostro con un punto inquietante era fiel reflejo de su desasosiego profesional, que le llevó en 1985 a crear, junto a David Balsells y Marta Gili, uno de los primeros departamentos de fotografía en un museo artístico español, en la Fundación Miró de Barcelona; vertiente que amplió como asesor del departamento de fotografía del Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC). Ahí, con los años, ha llegado a tener obra expuesta, como la tiene en el MoMa de Nueva York, el Reina Sofía de Madrid y el Macba de Barcelona.

Inquieto como pocos, ese 1985 preconizó un nuevo planteamiento, rompiendo con el concepto de originalidad y empezando a apropiarse de fotografías de archivos a través del refotografiado, de donde saldrían series como Infancias ilustres. Y entre funciones de recuperador de patrimonio a partir de comisariados y una vena creativa sin fin que le llevó también a la literatura (escribió dos novelas, la primera, Nirvana, en 1999), llegó al retrato con Cronos (1991-2000), su proyecto más complejo y ambicioso: durante diez años fotografió a 32 personas de sus círculos más próximos, esos que desde ayer ya le añoran.

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