pastores2Se trata de dos series fotográficas realizadas por su autor, D. Juan Fernández Castaño, en los años 90 por todo el territorio de Castilla y León como trabajo referente a la figura del pastor. La primera de estas series, más extensa, está compuesta por retratos de individuos, mientras que la segunda muestra algunos lugares comunes sobre el pastor, sobre la percepción de su figura. En palabras de su autor, el tratamiento de la imagen resulta distinto para cada una de las series. “En la primera, trato con el hombre en su trabajo, en un escenario de soledad y compañía, árido y cotidiano, presente y duradero; son retratos de individuos que asientan sus reales sobre la piel del mundo y se hacen uno con la tierra; su simbiosis es histórica, monumental y simbólica”.

Por lo tanto nos encontramos con la visión particular que desde la Antropología Visual muestra el autor iconizando sus personajes y oficio, para desentrañar sus particularidades y su generalidad, sus características humanas y sus formas de relación con el medio además de con sus animales, su base económica y su base social, desde una cuidada técnica fotográfica en blanco y negro, que se ha convertido de arte en documento-memoria, desde los fines del milenio, hace 20 años ya.

OPINIONES DEL AUTOR

Basta imaginar cualquier otro trabajo o profesión en la piel del pastor, enfrentado con ese espacio abierto, desolador -un viajante, un ingeniero, un industrial- y la inadecuación de la imagen de la persona al medio se hace evidente. Incluso un campesino o un montañero tienen fronteras espaciales o temporales que les hacen ajenos a la fragosidad o el páramo: el primero está limitado por los lindes de su propiedad, el segundo se hace dueño de la cumbre de la montaña por unos instantes, luego debe de bajar al valle a reponerse. Sólo el guerrero o el conquistador podrían ocupar su espacio, pero en nuestros tiempos éstos ocupan oficinas y despachos alfombrados.

El pastor desarrolla su actividad en una naturaleza carente de atractivo para el común de los ciudadanos y de la que obtiene resultados acordes con sus esperanzas y expectativas. Permanece en ella con obstinación y alevosía. En la aldea y el camino, en su errante sosiego se reconocen como reales y absolutas sus vidas y se abren y marchitan en esos promontorios desasosegadores. Los pastores son los únicos que se quedan después de una hecatombe, de una huida en masa, de una sequía o desastre natural. Cuando todos se han ido, ellos guardan las puertas del campo. Quizá también esperan en la tierra de nadie y de todos, un juicio del dios más justo, porque ellos fueron los primeros exiliados que recorrieron la joroba del viejo mundo: son los hijos de Caín.

La paradoja es que el pastor, ser errante, arraiga como el olivo o la encina solitaria allí donde está. Se enraíza y sueña en la cima, sueña como Jacob con prolongar sus sueños, su estirpe, su sangre hecha vida. Sueña con afianzarse y seguir andando, seguir su trocha o la de sus antecesores. Sus pies tienen garfios que se agarran a la roca basáltica. Sus raíces son de viento y el flujo del tiempo inmemorial atraviesa sus vestidos como fantasma vagabundo. Para quienes les vemos estar pastoreando, su estela despide aroma de retama y de calostro, olores que nos levantan sobre el tiempo presente para permitimos bucear en su pasado y asomamos al difícil porvenir”.

 

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