antonio-munoz-molinaAntonio Muñoz Molina. El País. La pintura, la escultura o el dibujo carecen del grado de realidad inmediata que sólo da la fotografía.
Sobre un patíbulo muy elevado, que no da ninguna impresión de solidez, se alinean los condenados a muerte que en unos pocos minutos colgarán de la horca, así como un grupo numeroso de personas, civiles y militares, tantos que ocupan por entero la plataforma tan estrecha. El patíbulo está levantado en lo que parece el patio de un cuartel, o una cárcel, delante de un murallón sobre el que montan guardia unos soldados, también a mucha altura. Parecen soldados de servicio pero también espectadores de la inminente ejecución. La imagen está tomada desde lejos, como desde lo alto de otro de los muros del cuartel, y las figuras son muy pequeñas, de modo que en el patíbulo no se distinguen los condenados de sus verdugos o sus vigilantes. Un detalle pasaría inadvertido si no se nos llamara la atención sobre él: la figura en el extremo izquierdo del patíbulo se tapa la cabeza con un gran paraguas negro. Hay un pequeño grupo de espectadores o curiosos observando desde abajo, que deberá levantar mucho las cabezas para ver la ejecución.

En la luz cegadora del día resaltan más las figuras negras, los sombreros blancos de verano, el círculo bruñido del paraguas, que están para proteger del sol. Es el 7 de julio de 1865, y en Washington hace ese calor húmedo de asfixia de los veranos en la costa este. Esa figura del condenado precavido que se protege de una posible insolación antes de colgar de una horca es la señora Mary Surratt, que tomó parte en la conspiración para asesinar al presidente Lincoln unos meses antes, y va a ser la primera mujer ejecutada por el Gobierno federal. En una foto tomada unos minutos después parece que vemos el descampado de un ferial en el que ya no queda público y han empezado a desmontarse deprisa las atracciones. En el parapeto quedan dos o tres soldados nada más, espectadores aburridos que no acaban de irse. En la plataforma del patíbulo no hay nadie. Los cuatro ahorcados cuelgan debajo de ella, las cabezas cubiertas con capuchas blancas. Se ve que a la mujer le ataron las faldas un poco más arriba de las rodillas, sin duda para que no se le levantaran indecorosamente en la caída.

Sólo la fotografía alumbra de verdad el pasado. La fotografía establece una frontera visual equivalente a la frontera sonora de las grabaciones más antiguas, incluso las más imperfectas. Más allá de esas primeras voces registradas, de esos sonidos chirriantes de música, se extiende un gran silencio en el que yacen sin remisión todas las voces, todas las músicas que sonaron en el mundo. Más allá de los primeros daguerrotipos, están las presencias de la pintura, de la escultura o el dibujo, pero por muy naturalistas que sean sabemos que carecen de ese grado de realidad inmediata y tajante que sólo da la fotografía. Cosas definitivas que sabemos de Baudelaire o de Allan Poe nos serían inaccesibles si no tuviéramos presentes sus retratos fotográficos.Courbet, que era un gran pintor y un gran narcisista, se hizo muchos autorretratos, pero sólo cuando lo vemos fotografiado tenemos la sensación de encontrarnos de verdad frente a él, en la imperfección y la fragilidad del presente.

En cualquier libro de historia leemos los pormenores de la ejecución de los conspiradores contra Lincoln (el soldado que estaba justo al lado de Mary Surratt acaba de vomitar, por el calor y los nervios). Pero son esas dos fotos de Alexander Gardner las que nos permiten casi tocar la textura de aquel día preciso, lo impremeditado y confuso de la realidad, ese patio carcelario de tierra estéril y hierbajos secos, ese barullo de gente que no se sabe muy bien lo que hace, ese soldado en el parapeto que se apoya con pereza o tedio en lo que parece una barandilla, aburrido quizás de que duren tanto los preliminares.

Las fotos están casi al final de una exposición abrumadora en el Metropolitan, Photography and the American Civil War; abrumadora por el número de imágenes y por la cruda fuerza descarnada de muchas de ellas: fotos de generales arrogantes y de soldados casi siempre anónimos de los dos bandos, fotos de muertos conocidos y desconocidos, de niños soldados con cara de susto que no se sabe si de lo que tienen miedo es de la inminencia de la batalla o del objetivo de la cámara aparatosa plantada delante de ellos, fotos de probables viudas que sostienen sobre las faldas abullonadas fotografías enmarcadas de hombres de uniforme, fotos de campos de batalla sembrados de cadáveres y de desperdicios —a los muertos humanos se les hincha el vientre igual que a los caballos—, fotos de llanuras en calma en las que muy poco tiempo atrás sucedió una batalla con decenas de millares de muertos, fotos de ciudades arrasadas, de soldados sin brazos o sin piernas, de montones de brazos y piernas amputados, de cirujanos con sierras en la mano y mandilones negros de sangre.

Por primera vez en todas las guerras de la historia, aquí se ven las caras de los pobres sin nombre que combaten y mueren en ellas. Muy jóvenes, casi siempre, flacos, con pómulos muy marcados, con la piel quemada por la intemperie, con miradas que se quedan tan fijas en nosotros como en la lente de la cámara. Los uniformes les están muy grandes, o muy pequeños, y suelen ser viejos y descabalados. Algunos posan de cuerpo entero, muy derechos, con tosca apostura marcial, verticales como el mosquetón con una bayoneta que muchas veces es más alto que ellos. Otros se recrean exhibiendo las armas variadas que llevan, el mosquetón terciado, una pistola sujeta de cualquier manera bajo el cinturón, un cuchillo de caza. Abundan las caras como de forajidos, como de desertores o náufragos. Por primera vez la fotografía ocupaba un lugar decisivo en las vidas cotidianas: una aliada de la memoria, una posible reliquia, un conjuro para la supervivencia. Antes de irse a la guerra un recluta se hacía una foto vestido con el uniforme y el simulacro exacto de su cara quedaba en las habitaciones familiares a las que tal vez no volvería. Cuando miramos una de esas caras y no hay ninguna información sobre su identidad, sus ojos ausentes o fijos en los nuestros nos estremecen con una sugestión de fantasmagórica orfandad. Pero no es menor la extrañeza de mirar una de esas caras y leer el nombre que le corresponde, la edad, el origen, hasta incluso la fecha y las circunstancias de la muerte. El soldado Thomas Gaston, alistado a los 16 años, es flaco, probablemente larguirucho, lleva la gorra con la visera muy levantada sobre la frente, tiene los ojos muy claros y cara de congoja. Lo pusieron a tocar el tambor y a los pocos meses había muerto de neumonía.

La imaginación, la capacidad humana para la empatía, son muy limitadas. Porque sucedió hace siglo y medio, esa guerra de cuatro años en la que hubo setecientos cincuenta mil muertos no parece tan grave. Extinguidos desde hace mucho los últimos testigos, la escala de su crueldad y su espanto sólo la preserva la fotografía.

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