adrianalestido«Es verdad que fotografío mujeres, pero no por una cuestión de género. Lo que está por detrás es la ausencia del hombre»
Es algún día de 1982 y todavía gobierna el país la dictadura militar que ha comenzado en 1976. La fotógrafa argentina Adriana Lestido tiene, por entonces, 27 años, dos semanas de experiencia como fotoperiodista, y cubre, en un suburbio de la ciudad de Buenos Aires y para el periódico en el que trabaja, una manifestación de las Madres de Plaza de Mayo que reclaman por familiares desaparecidos. Ahora, en medio de la multitud, se ha quedado galvanizada frente a una nena de seis o siete años que lleva la cabeza cubierta por un pañuelo blanco anudado bajo el mentón, tomada de la mano de una mujer joven que lleva, también, la cabeza cubierta por un pañuelo blanco: el símbolo de las Madres de Plaza de Mayo. La nena llora y decenas de fotógrafos, atraídos por la potencia de la imagen, disparan. Pero Adriana Lestido no. No puede: le da pudor. Después de un rato, cuando los fotógrafos se van, ella se queda por ahí, rondando como quien no mira. Y, de pronto, la mujer alza a la nena, la calza sobre su cadera, levanta el puño y grita. Y la nena reproduce, con exactitud perturbadora, el gesto adulto: levanta el puño, grita. Adriana Lestido hace, entonces, lo que tiene que hacer: dispara. Al día siguiente la foto —la mujer, la nena— aparece en la portada del periódico.

Hoy, treinta años después, Adriana Lestido es uno de los nombres más prestigiosos del ensayo fotográfico en Latinoamérica. Ha ganado la beca Guggenheim, la Hasselblad, el premio Mother Jones, y su obra forma parte de colecciones privadas y museos en Suecia, España, Francia, Estados Unidos. El tiempo, las becas, los premios pasan, pero la foto —la mujer, la nena— permanece. Lestido la incluyó en todas sus muestras, en todas sus retrospectivas, y es la que abre Lo Que Se Ve, un libro que antologa su trabajo y que acaba de editar Capital intelectualen Argentina (Clave intelectual en España) con el apoyo del grupo Insud. El libro, que se presentará el 7 de junio en Casa de América de Madrid como parte del programa de PhotoEspaña 2013, acaba de ser seleccionado para la exhibición Los mejores libros de fotografía del añoque se lleva a cabo hasta el 23 de junio en el Hospital de Santa María la Rica, de Alcalá de Henares. Incluye los ensayos fotográficos Hospital Infanto JuvenilMadres adolescentesMujeres presasMadres e hijas,El amor y Villa Gesell, y empieza con aquella foto: la mujer, la nena.

—Se dice que yo fotografío mujeres —dice ahora, con dicción precisa, reconcentrada—. Y es verdad. Pero no es que mire mujeres por una cuestión de género. Mi impulso viene de otro lado.

Adriana Lestido nació en Buenos Aires en 1955 y fue la mayor de cuatro hermanos, hija de Laura y Serafín, que trabajaba como vendedor de una fábrica y que, más tarde, fue vendedor de especias surtidas. En 1961, cuando ella tenía siete, su padre, acusado de estafa, fue detenido y encarcelado hasta que ella tuvo once, de modo que la niñez transcurrió al cobijo de esa ausencia y en medio de una precariedad económica importante.

—En 1973, entré a estudiar ingeniería. Una locura, pero me gustaba la matemática. Ahí empecé a militar en Vanguardia Comunista. Y también conocí a Willy.

Willy es Guillermo Moralli, un compañero de militancia del que se enamoró en 1973 y con quien se casó en 1974. En el invierno de 1978, con la dictadura militar ya instalada, estaban distanciados desde hacía un mes cuando, a mediados de julio, volvieron a encontrarse, hablaron, y estuvo claro que querían volver.

—Quedamos en vernos, que él me llamaba. Pero no me llamó. A la segunda o la tercera semana tuve la noticia. Lo habían secuestrado. Yo pensaba que lo iban a pasar a una situación legal. Tenía la fantasía de que él iba a aparecer y lo iba a poder visitar en la cárcel. Pero no. Diez años después del secuestro hice el juicio de divorcio. Los milicos habían inventado algo que se llamaba “presunción de fallecimiento”, para deshacer el vínculo legal. Yo, por una cuestión ideológica, no lo quise hacer. Pero creo que hice el divorcio porque no quería darlo por muerto, ser yo viuda.
—¿Y cuál es la causa del divorcio en un caso así?
—La ausencia.

Cuando dice eso, la voz de Lestido es una voz prudente, serena, la de alguien que sabe lo que quiere decir y que, simplemente, lo dice.

—Yo creo que el hecho de que estuviéramos separados cuando él desapareció me ayudó a volver a amar sin culpas. Y de hecho tuve otras relaciones. Pero nunca tuve hijos. Creo que fue una cosa de fidelidad hacia él medio loca: si no fue con él, entonces no va a ser con nadie. Me di cuenta hace muy poco de la relación entre la desaparición de Willy y el momento en que empecé a hacer fotos. Yo empecé a hacer fotos un año después de la desaparición. Casi inmediatamente.

Así, un año después, Lestido empezó a hacer aparecer las cosas.

En 1979, mientras trabajaba en la oficina de un despachante de aduana, empezó a estudiar cine, a hacer un curso de fotografía, y supo —supo— que quería ser fotógrafa. Poco después, en 1981, renunció a su trabajo y devino fotógrafa de plaza.

—Hacía fotos de los chicos y las madres me las compraban. Mientras, buscaba trabajo en los diarios. Un amigo me dijo que fuera a La Voz, un medio nuevo, y me tomaron. Era 1982. Una semana más tarde hubo una movilización de vecinos en contra de la dictadura. Me mandaron a cubrirla y volví con buenas fotos. Y al día siguiente hice la foto de la madre de Plaza de Mayo y la nena.

Estuvo en La Voz hasta 1985, cuando entró a trabajar en la agencia DyN (Diarios y Noticias), y fue allí donde, sin saber lo que hacía, encontró un método.

Tuve que ir a hacer fotos al hospital Borda, el neuropsiquiátrico. Me gustó, pero me dije “esto no es así, no es viniendo un rato”. Al lado está el hospital Infanto Juvenil. Fui, expliqué que quería quedarme un tiempo, y empecé. Fue puro instinto. Yo no tenía idea de lo que era un ensayo fotográfico.

Durante meses, en ese hospital, hizo, con más lentitud, con más sigilo, lo que había hecho ya en aquella plaza (con la mujer, la nena): llegar, permanecer, mirar, fundirse, y hacer un gesto que termina en foto.

—Lo que yo trato de hacer es fundirme con lo que estoy mirando. Hay que desaparecer para poder ser lo que uno mira.

Para 1991 trabajaba en el periódico Página/12 cuando ganó la beca Hasselblad, y se dedicó a un ensayo —que casi la mata— sobre mujeres presas en la cárcel de Los Hornos, a unos sesenta kilómetros de Buenos Aires.

—Estuve yendo durante todo un año, pero al final, cuando veía la torre de la cárcel, me daban náuseas. Cuando estaba con ellas no había nada mejor que estar ahí, pero llegar era tremendo. Me revolvió todo lo de mi padre, lo de Willy.

Mujeres presas fue su primer libro (Dilan editores, 2001) y, cuando parecía no haber forma de llegar más hondo al núcleo de lo que estaba buscando, en 1995 sucedieron tres cosas: fue la primera argentina en conseguir una beca Guggenheim para fotografía, se casó con el periodista Pablo Reyero, y renunció a su trabajo en Página/12 para emprender un proyecto que se llamó Madres e hijas, su segundo libro (La Azotea, 2003), que resultó consagratorio. Eligió a cuatro madres con hijas de diversas edades y, durante tres años, viajó con ellas, las vio dormir, comer, bañarse. Construyó una narración que comienza con la foto de un nacimiento y termina con una madre a orillas del mar, cubierta por una manta, alejándose, de espaldas a la hija de diez años que, con un abrigo a medio poner, la sigue con la cabeza gacha. La imagen —la madre un tótem que avanza con la certeza de que la niña está detrás; la niña que la sigue como si aceptara, con alivio pero con resignación, la presencia de esa imagen poderosa— está cruzada por la violencia de la separación y por la tremenda certeza del afecto.

—Madres que se separan de sus hijas, mujeres presas separadas de sus afectos. La separación y la ausencia son las dos cosas que atraviesan mi laburo.

Pero fue sólo en 2007 cuando entendió de dónde venía y por qué había florecido todo lo que floreció.

—En 2008 hice una retrospectiva, vi la foto de la Madre de Plaza de Mayo y la nena, y me di cuenta de que todo viene de ahí. En esa foto está todo: la pérdida, la ausencia. Las busqué muchísimo a las dos, sin éxito. El año pasado las encontré. Y supe que el desaparecido no era el marido de la mujer, sino su hermano. Yo siempre pensé que la mujer gritaba por su marido, y la nena por su padre, y no. Pero es lo mismo: el hombre que no está.

Antes de inaugurar esa retrospectiva, le escribió al escritor John Berger, proponiéndole escribir un texto sobre las fotos. “(…) debo decirte que no puedo escribir sobre ellas —respondió Berger— (…) Son tan íntimas —una tercera voz será obscena—. Están tan llenas de narrativa que las palabras son innecesarias”.

Los últimos trabajos incluidos en Lo Que Se Ve son El amor y Villa Gesell. La serie El amor, dedicada a su segundo marido, de quien se separó hace tiempo, empieza con un poema de Pedro Salinas (“Si se estrechan las manos, si se abraza, / nunca es para apartarse, / es porque el alma ciegamente siente / que la forma posible de estar juntos / es una despedida larga, clara. / Y que lo más seguro es el adiós”) y es la única que incluye varias fotos de un hombre: de ese hombre. Pétreo junto a un árbol erizado, en cuclillas entre los pastos altos: la despedida larga y clara. Villa Gesell, la serie final, termina con un autorretrato de Lestido: su pelo oscuro salpicado por virutas de arena que parecen destellos de luz. Detrás, un árbol árido.

—Ese era mi tamarisco, el arbolito que me protegía del viento. Es una foto donde creo que se siente el renacimiento. Por eso la quise poner al final. Después de la limpieza, del dolor de la separación.

La foto es en blanco y negro, y el cielo está ostensiblemente gris, pero Lestido parece una ninfa coronada de luz, una mujer saliendo de las aguas.

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