Ayana-Vellissia-jacksonMarta Rodríguez / Una mujer, negra, con un largo y decoroso vestido blanco y un sombrero del mismo color, a modo de misionera o maestra, rodeada de docenas de mujeres negras, estas sin traje alguno. Una mujer, negra también, aparece desnuda colgada de un árbol con una soga blanca al cuello, mientras otra de cuclillas observa desde cierta distancia a una semejante en posición fetal.
Es la misma mujer, cuyo cuerpo y rostro se van repitiendo en una propuesta artística de la fotógrafa estadounidense Ayana Vellissia Jackson, nacida en New Jersey en 1977, preocupada por la imagen de la diáspora africana y, en especial, de la mujer. Ella, explica que no le sirven las modelos, por eso, en sus últimos trabajos ha optado por incluirse ella en la imagen. No son simples autorretratos sino críticas al papel que los fotógrafos blancos han dado “a los no blancos-no occidentales”.

Dice que su obra tiene una vertiente claramente “política” más allá de lo puramente artístico. Estudió sociología antes de iniciarse en el mundo de la fotografía. Ya través de esta ha encontrado una herramienta útil para reivindicar su “identidad negra”. La vida la ha traído de nuevo a África y reparte su hogar y tiempo entre Johannesburgo y Nueva York, dos ciudades que aunque a primera vista no se asemejen esconden muchas similitudes a todos los niveles, desde el urbanístico al social, pasando por un cosmopolitismo que viene de lejos.

Acaba de cerrar en la capital sudafricana Archival Impulse (El impulso del archivo) y en París se puede visitar hasta noviembre Poverty Pornograhy (Pornografía de la pobreza), a la espera de participar en una exposición colectiva en Tokio. Las dos exhibiciones tienen en común que Ayana es omnipresente, un estilo que inició en Leapfrog (Brincos), y en que adoptando la postura de un sapo repasaba cómo se ha presentado a la mujer negra desde la época colonial y hasta nuestros días, desde una simple sirvienta a una prostituta.

Artículo anteriorIII premio fotográfico «Enfocando la igualdad»
Artículo siguienteAnnie Leivobitz y la fotografía, ese “chico malo”