fotoperiodismo soldadosEl país / El cambio se materializó durante el verano de 2005. Cuatro bombas estallaron en los transportes públicos de Londres, cobrándose 56 muertos y 700 heridos. Tres de ellas lo hicieron dentro del metro londinense, de imposible acceso para los medios que deseaban dar cuenta de este trágico acontecimiento. Fue entonces cuando la BBC tuvo una idea innovadora: hacer un llamamiento a ciudadanos anónimos que hubieran presenciado los hechos y fueran susceptibles de sustituir a los periodistas por un día. “Queremos que seáis nuestros ojos”, rezaba el reclamo con el que la cadena solicitó testimonios. En pocas horas, más de mil personas mandaron sus fotos, tomadas con móviles y cámaras digitales. A la mañana siguiente, algunas de esas imágenes terminaron, por primera vez en su historia, en la portada de The New York Times y The Washington Post.

Sin saberlo, esos ciudadanos actuaron como enviados especiales a ese oscuro túnel de evacuación. Algo iba a cambiar para siempre en el fotoperiodismo. O, por lo menos, eso se proclamó entonces. Una situación que el 26º festival Visa pour l’Image, en Perpiñán, analiza estos días.

La revolución digital de la imagen vino acompañada de esa profecía pregonada a los cuatro vientos: la aparición del periodismo ciudadano iba a destruir para siempre el oficio de fotoperiodista. Esas pequeñas cámaras al alcance de cualquier amateur firmarían la muerte de la profesión. ¿Para qué iba a pagar un medio a un fotógrafo profesional cuando cualquier ciudadano podía captar con su teléfono móvil ese instante decisivo en el que se cristalizan los acontecimientos históricos?

Una década más tarde, Visa pour l’Image hace balance y concluye que ese soldado anónimo del fotoperiodismo terminó siendo más inofensivo de lo que se anunció. “La amenaza se magnificó. Todo el mundo no se ha acabado convirtiendo en reportero amateur”, analiza Samuel Bollendorff, fotógrafo de la difunta agencia L’Oeil Public y comisario de la exposiciónAmateurs à la une (Amateurs en portada), una de las 26 muestras que se podrán visitar gratuitamente durante las dos próximas semanas. “Esas imágenes no han supuesto ninguna competencia. Funcionan como un apoyo, igual que los testimonios de los que se sirve un periodista para relatar un suceso. Son un complemento a nuestro trabajo, pero en ningún caso remplazan la labor de un profesional”, asegura.

Con el tiempo, estos documentos han adquirido un valor icónico innegable, pero la muestra evidencia que no dejan de ser casos excepcionales. “Esa idea de una competencia sufrida por los órganos de prensa no cuadra con la realidad. No existe ninguna manera de que los novatos impongan su producción en el interior de los grandes medios. Como demuestra el ejemplo de la BBC, la invitación a transmitir un testimonio surge de las propias redacciones, que reservan el privilegio de escoger y editorializar esas contribuciones externas, analizó hace unos años el sociólogo André Gunthert, especialista en la cultura de la imagen, y que dará una conferencia en Perpiñán.

La exposición es uno de los platos fuertes de la presente edición del certamen, fundado hace dos décadas y media por Jean-François Leroy, un apasionado por el oficio que terminaría abandonando “por falta de talento”. Debutó a los 11 años publicando una foto capturada con una Leica en una competición deportiva, aparecida en un diario católico… dirigido por su tía. “Siempre tuve claro que no era un buen fotógrafo. He preferido dedicarme a algo más útil: promover el trabajo de los demás”, confiesa. Leroy quiso crear “el Festival de Cannes del fotoperiodismo”, un certamen internacional que, pese a sus orígenes modestos, ha acabado acogiendo a más de 200.000 visitantes en cada edición. Hasta el 14 de septiembre, el festival se vuelve a concentrar en territorios poco transitados por la fotografía de actualidad a través de series de una inmensa calidad, a cargo de nombres como la estadounidense Mary F. Calvert, finalista del premio Pulitzer, quien denuncia los 26.000 casos anuales de abuso sexual en el ejército estadounidense. Por su parte, el francés Bruno Amsellem documenta la persecución de la comunidad musulmana por los budistas radicales de Birmania, donde 140.000 personas permanecen confinadas en campos de concentración. El reportero William Daniels, quien fue evacuado de Siria en 2012 tras estallar un conflicto que todavía se alarga, tiene el honor de exponer dos muestras: una sobre la crisis humanitaria en la República Centroafricana y otra sobre un tren-hospital de la era soviética que sigue recorriendo 4.000 kilómetros de la estepa. Mientras tanto, el español Álvaro Ybarra Zavala expone por tercera vez en Perpiñán una serie sobre los cultivos transgénicos en Argentina y Brasil, por la que dice haber recibido “amenazas de autoridades, lobbies y empresas implicadas”. El compromiso con la denuncia figura en el código genético de quien se quiere dedicar al oficio.

El filósofo Jean Baudrillard, que fue un visitante habitual de este festival hasta su muerte en 2007, denunció que el certamen estuviera dominado por “un discurso victimista y miserabilista”, repleto de “fotos dolorosas” que potenciaban “una sensibilización efímera” acerca de la miseria del mundo. A Leroy le rechinan los dientes: “¿Es posible hablar de lo que sucede en Gaza sin ser miserabilista? ¿Alguien puede imaginar la ejecución de James Foley sin indignarse? ¿Alguien logra contemplar los trabajos que presentamos sin inmutarse?”. La predecible respuesta a esta interrogación retórica se halla, durante las próximas semanas, en la capital de la Cataluña francesa, donde se expone la perturbadora radiografía de un mundo donde el conflicto crece, se reproduce y no desaparece.

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